viernes, 9 de mayo de 2014

Odio los lunes


No, no te alarmes. Esa sirena que escuchas procede de la ambulancia que me lleva con premura al hospital. Y, de hecho, si concentras toda tu atención, también oirás el eco de la sirena del coche de la Guardia Civil que nos escolta y franquea el paso entre el caótico tráfico del mediodía. Tumbado bocarriba sobre la incómoda camilla, pregunto con voz cansada al médico qué me he roto. Él me observa y permanece callado unos segundos, entonces recuerdo de forma repentina cuánto odio los lunes y he de reconocer, he de reconocerme, en realidad, que los percances de la jornada no han influido en mi resentimiento sino que mucho antes, esta misma mañana, cuando salía de casa, ya gastaba un humor de perros…

Los párpados no se despegan hasta que doy cuenta del último sorbo de mi taza de negro café hirviente. Vestido de forma desaliñada, he cogido lo primero que he encontrado a mano entre un revoltijo de ropa tirada, me siento detrás del volante y atravieso calles y avenidas guiado por un cerebro somnoliento. Me dirijo a un barrio situado en las afueras de la ciudad. Allí debo verme con el presidente de una asociación de aficionados a la petanca. El motivo, entrevistarlo para el periódico. La nueva línea editorial del medio para el que trabajo persigue el enfoque humano, una denominación que no tengo ni la más remota idea qué significa pero que en la práctica, en mi día a día, se traduce en tener que redactar informaciones sobre personas y hechos que en tiempos pasados jamás habrían merecido la más mínima atención…

El caso es que ya me hallo en el lugar acordado para el encuentro cuando suena el móvil. Es urgente, una última hora. En el periódico acaban de recibir un aviso de la policía en el que se informa de la detención de la presunta autora del crimen que hace un par de meses aterró a toda la provincia (un asesinato a plena luz del día). Dice a su vez el mensaje que los especialistas del Grupo de Homicidios de la Guardia Civil han irrumpido en el inmueble de la supuesta agresora a primera hora de la mañana y que están procediendo a interrogarla al tiempo que peinan la vivienda en busca de evidencias. Por tanto, ante este bombazo informativo, los jefes me envían raudo como un rayo al lugar de los hechos para que consiga todos los detalles relativos a la historia (testimonios, fotografías, avances en la investigación…) y abrir con ella la edición vespertina. Sin tiempo para cancelar mi compromiso previo, reemprendo la marcha y en escasos minutos me planto en el número 58 de la Avenida de España. Desde el interior del coche vislumbro el bullir de cámaras y periodistas y también de curiosos que pululan por la zona.

Un par de calles más allá aparco encima de la pintura de un vado y, aun temeroso de ser multado, echo a correr hacia la muchedumbre. Si el día ya estaba siendo insoportable no mejora en mitad de aquella multitud. Trato de hablar con los compañeros, pero ninguno tiene más información de la que yo ya conozco. Interrogo a algunos vecinos y paseantes, aunque ninguno de ellos estaba allí a primera hora. Todos han llegado después y, además, en vez de responder, me preguntan y quieren que les cuente los detalles más escabrosos. El colmo. En lucha contra el desaliento, me aproximo a varios locales y comercios cercanos. Resulta en vano. Al menos tan en vano como mis intentos de llamar a porterillos al azar. Nadie sabe nada y los que sí saben no quieren hablar conmigo. Del portal del bloque salen y entran agentes de policía uniformados. Unos portan trajes blancos y otros chalecos identificativos. Dos guardias civiles custodian el acceso. La vista hacia el primer piso permite al ojo atento ver el ir y venir de los efectivos policiales, ya que el corredor de la planta da a la calle y no está cerrado hasta el techo sino que posee un murete o barandilla de un metro de altura. En el interior los investigadores deben de andar preguntando a la sospechosa.

Pienso en llamar al periódico y pedir que envíen a alguien para que me releve, pero no me apetece hablar con nadie de la redacción. Oigo rumores de que las pesquisas se encuentran a punto de llegar a su fin. En breve saldrá esposada la presunta autora y la horda de televisiones, reporteros y metomentodo satisfarán sus ansias morbosas. Perfecto… Y yo sin la cámara de fotos. Menuda bronca me va a caer, barrunto. Cómo puedo habérmela olvidado en casa. Tendré que recurrir sí o sí a la pixelada calidad de mi teléfono móvil.

Y, justo cuando la mañana no podría ir peor, me coge por banda Richi. No conoces a Richi pero te lo puedo describir en un momento. Richi es un coñazo, un verdadero coñazo. Tiene más años que el fuego, pero éstos aún no son suficientes para que se jubile y nos deje en paz. Es fotógrafo y de los de la vieja escuela, de los que han hecho guardias de días enteros con sus noches frente a tal o cual emplazamiento. Y le encanta rememorar batallitas. Entre el mundillo es célebre porque tiene una curiosa y enervante costumbre. Verás, cuando hay un bombazo informativo, como hoy, y los periodistas deben aguardar apostados en plena calle a la espera de que surja la noticia, él despliega una mesita y sobre ella coloca un tablero de ajedrez. Completa su rinconcito particular con dos taburetes y, mientas posiciona las piezas encima de la superficie adamascada, empieza a desafiar al personal. Es un hacha y siempre gana, por lo que nadie quiere ya jugar contra él. No sé si es verdad pero hace unos años oí la historia de que en una ocasión la prensa esperaba en la puerta de un domicilio la salida de un político corrupto arrestado cuando Richi comenzó a gritar que había dado jaque mate en un único movimiento. Hasta el último de los presentes se giró asombrado y se acercó hasta el lugar que ocupaba el viejo fotógrafo para ver si era real el insólito e imposible hecho que tanto vociferaba. En esos momentos, el detenido salió del inmueble con disimulo, escoltado por una pareja de agentes, y al día siguiente ninguna cabecera llevaba en portada la imagen del esposado entrando en el coche patrulla.

Pues bien, en éstas me hallo, harto de mí día, mi fortuna y mi trabajo, en el instante en que Richi me coge por el hombro y me guía hasta una de las dos banquetas plegables (tal vez haya jubilado los taburetes). “Águila, Juan Águila, qué alegría verte, muchacho”, me dice con su voz demasiado ronca, “no pensaba que te tocase cubrir el asesinato; esto va para largo me huelo, así que vamos a echarnos unas partiditas, chico, que hace tiempo que tú y yo no hablamos ni tampoco jugamos”. Antes de que pueda negarme, el pelmazo ya ha movido uno de sus blancos caballos. Acepto a regañadientes el envite y Richi me gana por paliza no una ni dos sino tres veces seguidas. Un redactor de otro medio me comenta entonces que varios compañeros se dirigen a un bar cercano a tomar un café, que si me quiero adherir a ellos. No se me apetece tomar nada, pero por encima de todo no soporto un segundo más la compañía de este insoportable Kasparov de mesa ridículamente pequeña.

En cuanto he dado los pasos suficientes para alejarme de Richi me separo del grupo de periodistas e indago un poco por los alrededores del bloque. Los más experimentados aseguran que la detenida saldrá por la puerta principal de la vivienda con la cara tapada. Lo dudo. Mientras perdía al ajedrez he visto entrar por el garaje un todoterreno de color gris con las lunas traseras tintadas. Yo albergo la teoría de que la sacarán por la parte de atrás del edificio. Rodeo la manzana y me interno en una urbanización compuesta por bloque bajos y algunas casas de dos plantas. Una vetusta pista de tenis preside el complejo. Parece el típico lugar para habitar durante las vacaciones, sólo que muy antiguo y demacrado, como si el tiempo hubiese pasado por allí con mayor celeridad que por el resto del mundo.

Desde una esquina se ve de forma nítida el garaje por el que supongo que extraerán a la arrestada. En mi cabeza comienza a formarse la idea de compensar la poca calidad de la cámara de mi móvil con una instantánea desde un lugar privilegiado, una foto única, que ningún otro periodista podrá entregar a su editor jefe. No he terminado de asimilar mis intenciones cuando se me ocurre algo todavía mejor: desde la terraza de una de las casas bajas gozaré de un ángulo insuperable. Decidido y algo emocionado aporreo una puerta de madera cromada en un vivo tono verde. Unos pasos anteceden la apertura de la misma y ante mí finalmente emerge un adolescente de dos metros de altura y expresión bobalicona. Es tan grande que seguramente debe de agacharse cada vez que entre o salga. Le digo entonces mi nombre y me identifico como periodista del diario La voz del sur. Pido, si es posible y no le causa muchas molestias, utilizar su terraza como enclave desde el que fotografiar la detención de la presunta autora del macabro asesinato. Él me responde que no lo sabe, que tiene que hablarlo con su paaa, que espere un momento y ahora me dice lo que sea. La puerta entornada permite discernir sus sonoros pasos por el interior de la casa. Habla en voz baja, pero el paaa le contesta con una negativa estentórea, chillada. Me imagino al progenitor como un ser antediluviano; compongo su imagen y lo adivino sentado en su poltrona, una mole inmensa y monstruosa como un sol. El gigantesco chiquillo se lamenta y me comenta que no, que no puede ser, que su paaa no quiere, que lo siente por mí.

No puedo rendirme. Una vez que me ha surgido una idea no descanso hasta llevarla a cabo. Es uno de mis principales defectos, también una de mis virtudes. Advierto que no hay nada que impida el paso al bloque que queda anexo al garaje. Me doy prisa y echo a correr escaleras arriba. Siento la tensión en mis músculos, el pulso latiendo en mi cuello. La tercera planta me parece demasiado escorada, el ángulo de la foto sería un picado excesivo. Vuelvo al segundo piso y me aposto en la esquina del pasillo. Frente a mí queda el codiciado garaje, me separan de él no más de diez metros. El corredor de este conjunto de viviendas es similar al de la detenida, es decir, no está cerrado sino que se trata de un balcón amurallado que recorre los pasillos que dan acceso a los distintos apartamentos. La única diferencia entre ambos estriba en que el edificio en el que ahora me hallo es blanco y el que me dispongo a fotografiar refulge en llamativo color amarillo.

Para mi sorpresa descubro que al otro lado de la baranda hay una cornisa de tejas rojizas que se interna un metro en el aire. Cojo el móvil y lo guardo en un bolsillo de la cazadora. Me dispongo a subirme al borde y pasar al otro lado de la separación. Una imagen tomada desde el techado ha de ser auténticamente majestuosa. La expectación me acelera el pulso. Aparto varias pequeñas macetas y ya empiezo a extender mi pierna izquierda sobre el murete cuando una voz a mi espalda me insta a detenerme. Me pregunta qué hago y yo le digo quién soy y a lo que me dedico y le exijo a su vez que me deje en paz y se meta en sus asuntos. Al girar el cuello puedo ver que se trata de un hombre de mediana edad y calva incipiente, con un rostro de rasgos tan grotescos como su indisimulable panza bajo la camiseta de mangas cortas. Él me contesta que aquellos precisamente son sus asuntos, que estoy en la puerta de su casa y que me vaya de allí rapidito. Le ignoro y sigo a lo mío cuando su mano me ase del hombro. Me vuelvo y, sin saber por qué, le empujo. Él, sin saber tampoco muy bien el por qué, me devuelve el empujón. Entonces yo, ahora sí tengo claro el por qué, le estampo un puñetazo en el lado izquierdo de la cara. Espero su puño en mi mentón, pero éste no llega debido a que mi golpe ha resultado extrañamente demoledor y el tipo ha caído aturdido al suelo, donde queda despanzurrado y susurra algo así como “cabrón, me has echado los dientes abajo”. La mano me arde de dolor pero oigo el sonido de un motor diesel que se enciende. Aligero mis movimientos y me coloco en medio del techado con el móvil fuertemente agarrado.

Templo mis nervios y compongo el marco de la imagen usando la cámara del teléfono al tiempo que la puerta metálica se levanta y el todoterreno gris con las lunas traseras tintadas surge de la negrura interior, y ya voy yo a disparar la primera de la que confío serán muchas fotografías cuando me pregunto, así, de repente, cuánto tiempo hará que nadie pisa esas tejas y, como si mi fugaz inquietud las hubiese despertado y sacado de su letargo, una de ellas se desprende de sus hermanas y resbala haciéndome a mí resbalar, con la pierna por los aires de igual modo que le ocurre a los torpes personajes de dibujos animados que pisan siempre una cáscara de plátano. La caída es rápida, pero yo la siento de manera distinta; se me hace extremadamente lenta. Me deslizo y floto en el vacío, con la vista siempre proyectada hacia los cielos, hasta que doy contra el firme y experimento un inenarrable dolor. Y me olvido del coche y de la detenida. Pestañeo y veo el dolor, lo veo delante de mí. Abro los ojos y percibo al gordo calvo asomado al pasillo y escucho su risa de salvaje. Creo que aúlla como un lobo. Por supuesto, me insulta: “¡Te lo mereces, cabrón!”.

Vuelvo a pestañear y ya me encuentro en esta ambulancia que me traslada con premura al hospital. Odio los lunes, pienso mientras el médico guarda silencio. Aunque a lo mejor mi odio no es superior al de la detenida. De todos modos, ella debe de agradecer mi aparatosa caída. Si no fuese por mi fatídica suerte la presunta autora del crimen ya llevaría un buen rato en el cuartel en vez de ir abriéndonos camino en el vehículo de la Guardia Civil y, por tanto, alargando, sus últimas bocanadas de libertad previas a la celda. En cualquier caso, odio los lunes. El médico sale de su mutismo, de su embobamiento, y me asegura que no tengo ninguna lesión grave, que he tenido la extraordinaria fortuna de no partirme nada, tan sólo ha sido el golpe y la correspondiente conmoción. “Con suerte mañana mismo estará usted de vuelta en el periódico”. Y al escucharle me caen dos lagrimones de los ojos y le digo que eso no puede que ser, que algo me he tenido que romper, que unos días de baja me podré tomar. “¡Pero no bromee, hombre!”, comenta aunque no le presto atención porque a la par que él habla yo estoy gritando “¡Odio los lunes!”. “¿Y cree que yo no?”, me pregunta entonces él mientras yo me balanceo de un lado a otro espasmódicamente. Tengo el firme propósito, la férrea determinación, de caerme de la camilla al suelo de la ambulancia y así, por fin, con suerte, terminar de hacerme verdadero daño.


*Este cuento apareció publicado en Mayhem como capítulo extra (bonus track) al final de la segunda recopilación de 'Rebobina' (entregas 7-12).