sábado, 5 de abril de 2014

'Rebobina': ¡Undécima entrega!


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Fragmentos de ‘El vuelo del águila, autobiografía novelada de Juan Águila’.
Manuscrito pendiente de publicación.

Fue un auténtico alivio volver a ver las líneas blancas de la carretera, iluminadas por los faros del coche. “No se te ocurra hacerlo de nuevo”, le dije a Jaime, que con sorna me contestó: “Vamos, Juan, no seas cobarde, tampoco te enfades; ¡era una broma!”. No llevábamos más de tres cuartos de hora juntos y ya amenazaba con colmar mi paciencia. Habían sido sólo unos segundos, unos instantes, de conducir a oscuras pero habían bastado para ponerme de los nervios. “¿Es que no ves que no hay nadie? Vamos solos, Juan, no hay peligro”, insistió. Por mi parte, suspiré y miré el paisaje nocturno al otro lado de la ventanilla. Cuando Jaime se comportaba así resultaba mejor ignorarle. Esperaba no arrepentirme de haberle pedido que me acompañase a Sevilla. Necesitaría algo de ayuda en los estudios Caracol, lugar donde, según había descubierto en “El Cortijo”, fue mezclada la canción compuesta por Elston Gunn y Tom Waits. Precisaría de apoyo y tampoco podía abusar otra vez del bueno de Ale. Además, Jaime y yo teníamos asuntos pendientes, temas que imaginé seríamos capaces de resolver amistosamente… No fue así.


“Escúchame, Juan, si he accedido a ir contigo, más bien a llevarte, ha sido porque pensaba que lo pasaríamos bien, que nos divertiríamos un poco; joder, si no estamos de acuerdo, doy la vuelta en el próximo cambio de sentido”; dejé que su amenaza se evaporase dentro del vehículo. Entonces, cuando ya me pareció que se había volatilizado, que no era más que un tercer y fantasmagórico ocupante del coche, miré a Jaime y lo hice con ira o, al menos, con enfado. Él me devolvió la gentileza y soltó una carcajada; luego, habló: “Aparte, Juan, no sólo busco algo de diversión, también tenemos que hablar, ¿te acuerdas? Te prometí una cosa hace ya algún tiempo y soy un hombre de palabra, ¡vaya que lo soy!”. Y vomitó otra risotada. No acabaría bien aquel viaje, lo supe con seguridad.

Durante unos kilómetros devoramos el asfalto rodeados de silencio, silencio únicamente roto por el rugido del potente motor. Jaime nunca encendía la radio, tampoco llevaba discos de música. Le gustaba “conducir y recorrer carreteras, y sentirlas, oírlas”; chorradas todas ellas que a menudo solía recordar a sus amistades. El chasquido de un intermitente pospuso mis cavilaciones. “Nos vendría bien tomar algo, ¿no? Charlar y beber; pararemos en un sitio que conozco”, dijo Jaime antes de que yo tuviese tiempo de preguntar por qué abandonábamos la autovía. “Es tarde, llegaremos a Sevilla a las tantas; puede haber controles”, protesté. “Joder, Juan, joder; ya está”, fue todo lo que dijo mientras seguíamos el trazado de una carretera nacional que rodeaba un cerro partido en dos mitades gracias al tajo de una cantera de grava. Nos hallábamos muy cerca del pueblo de Estepa, una zona que combina las grandes extensiones llanas con los accidentes montañosos. El campo sevillano, una versión surrealista del mismo, estaba a punto de devorarnos.

La boca del lobo en la que nos metimos se llamaba ‘LA RRUEDA’. Eso era lo que se leía en un luminoso azul que, cada pocos segundos, se apagaba. Entonces, se encendía un segundo cartel, esta vez vertical y de color rojo, que rezaba ‘CARRETA’. Ambos se alternaban intermitentemente. La falta de ortografía en el primero de los neones se explicaba debido a que habían aprovechado la doble ‘RR’ de la vertical carreta para formar en perpendicular el término rueda; una verdadera oda a la creatividad. Jaime condujo por la extensión de tierra que rodeaba la construcción de una sola planta y paredes blancas, con pequeñas ventanas oscuras. Dos demacrados árboles, creo que era un par de robles, custodiaban el lugar. En la pared de uno de los laterales había una gigantesca y carcomida rueda de carreta. Aparcamos algo retirados de la entrada. No había más coches estacionados salvo uno grande y oscuro, alejado de nosotros, y una furgoneta que debía de pertenecer al dueño del establecimiento. Jaime y yo bajamos del auto y nos dirigimos hacia la puerta. Alrededor de nosotros dormían los campos, todo un mar de inmensa oscuridad bajo las estrellas. En lontananza me pareció percibir las diminutas luces de alguna localidad. Imaginé que vendrían de Estepa.

Jaime ya había franqueado la entrada cuando recordé: “Me he olvidado el móvil en el coche”. Sin mediar palabra, mi amigo me arrojó la llave. La agarré al vuelo. “Asegúrate de cerrar después”, y entró. Deshice los pasos hasta su auto y recogí el teléfono del asiento. Antes de internarme en ‘LA RRUEDA”, eché un vistazo al coche oscuro en medio de la explanada. Pese a las sombras intuí la silueta de un gato que levantaba del suelo el imponente morro. Dos neumáticos yacían tirados, muy juntos el uno del otro. Un pinchazo, lo que en mitad de la nada, pasadas las once de la noche, conformaba un soberado fastidio.

El interior de ‘LA RRUEDA’, que era un pub o un bar de carretera o una venta o quizá un todo en uno, resultaba tan deprimente como su fachada: una sala larga y con forma rectangular, redondas mesas dispersas aquí y allá, una grasienta barra que ocupaba todo el flanco izquierdo, y lucecitas de muchos colores procedentes de bombillas colgadas en hilera del bajo techo. El aire desprendía un olor agrio. Además, pesaba tanto que ahogaba los pulmones. Los adornos eran parcos, pero recuerdo una cabeza de toro y muchas ruedas en las paredes; y al fondo había un pequeño escenario casi a ras de suelo, hecho con tablas de madera y unas cortinas gordas a modo de telón. En medio de aquel desastre, Jaime hablaba con el camarero (¿o era el propietario? ¿A lo mejor ambos?), un tipo de mediana edad, barbudo y mal encarado como un perro de presa. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha y sus ojos, aun de lejos, se intuían muy claros y carentes de bondad, como si apuñalasen cada persona u objeto sobre el que se posasen; también sus palabras eran hirientes y entrecortadas.

“Sí, Rambo, no me olvido… Ponnos un par de birras mejicanas, de ésas que tú tienes, a mi amigo Juan y a mí”, oí a Jaime decir cuando llegué a su lado. El tal Rambo me lanzó una de sus puñaladas oculares. No obstante, nos sirvió el par de cervezas. “Tal vez os guste la magia”, su cabeza se ladeó hacia el escenario. “Nos sentaremos”, aseguró Jaime, que me entregó un botellín de cerveza y, tras unos pasos, se dejó caer en una silla adosada a la mesa más próxima al telón. Mientras tomaba sitio a su vera no dejaba de preguntarme cómo mi amigo sabía moverse con tanto tino en aquellos ambientes turbios, chuscos, horriblemente pendencieros; de hecho, no entendía cómo le gustaban. Por supuesto, Jaime no era un arquitecto al uso; tampoco yo, un periodista típico.

Bebimos un rato sin decirnos nada. Tampoco apareció nadie en el escenario. Sí que salió un hombre de los servicios. Se acercó hasta la barra. Pidió el teléfono: “Mi móvil se ha quedado sin batería; una noche completa: primero, el reventón y ahora esto”. “Llame a la grúa”, respondió el que cada vez me parecía más el dueño de aquel antro a la vez que le alargaba el terminal con desinterés. Como no tenía nada más que hacer, observé al hombre del pinchazo. Algo en él me parecía familiar. Vestía camisa celeste, traje oscuro, y zapatos lustrosos. Un atuendo elegante o, al menos, tan elegante como puede lucir un hombre que ha tenido que hacer las veces de mecánico en mitad de un descampado de tierra. Su barba se hallaba no menos que afeitadísima y su mirada brotaba furiosa del centro de su rostro. Había visto a ese tipo en algún sitio. Aquella pulcritud, aquella ira…

Pensaba que no saldría nunca de dudas, que no recordaría jamás la ocasión en la que nuestros caminos se habían cruzado, hasta que oí con claridad el martilleo de su voz contra el auricular y entonces le reconocí inmediatamente: “¿Ayuda en carretera? Sí, es un Audi, un Audi A6… Una rueda ha reventado… No, no sirve de nada la de recambio… La suspensión también ha quedado destrozada… Necesito que envíen a alguien. ¿Cuánto tardarán? Ahora le doy los datos para llegar… ¿Yo? Me llamo José Antonio Tapia”. Su nombre me hizo evocar la noche del ‘ristorante’ con Ale. Rememoré al cliente impaciente que tuvieron que reducir entre los dos camareros mientras aquella anciana cocinera intentaba comunicarnos a través de su olla con el espíritu de Gunn. Esta vez el hombre iba aparentemente solo, sin compañía femenina. Seguramente, había sufrido la avería en mitad de algún desplazamiento. Tal vez su trabajo le obligaba a viajar mucho, aventuré. Pese a mi afán de agarrarme a la lógica que se esconde detrás de la gran mayoría de casualidades cotidianas, la coincidencia me crispaba sobremanera los nervios. Por aquellas fechas la canción perdida de Elston y Tom me había empezado a volver algo paranoico.

Los incendiarios acordes de la legendaria canción ‘Da ya think I´m sexy?’ (‘¿Crees que soy sexy?’), primer tema del disco de Rod Stewart ‘Blondes have more fun’ (‘Las rubias se divierten más’) me arrebataron las últimas palabras que el tal Tapia dijo por teléfono antes de salir por la puerta de ‘LA RRUEDA’. Giré la cabeza y en mitad del escenario hallé a un individuo alto y delgado, con bigote daliniano y cejas espantadas, vistiendo traje azul eléctrico y un voluminosos turbante fucsia alrededor del cabello. No sé cómo se había plantado allí sin hacer ningún ruido. Con el acento más marcadamente argentino que he oído en mi vida anunció: “Bienvenidos, soy el gran Chema Go”; o quizá dijo: “Bienvenidos, soy el gran Che Mago”; en cualquier caso, creo que su estúpido juego de palabras queda bastante claro. Ya he dicho que Jaime y yo éramos los únicos clientes si excluimos a Rambo y a Tapia, cada uno afanado en sus asuntos. Por tanto, en mi cabeza reverberaba la siguiente cuestión: ¿Si no llegamos a aparecer nosotros este individuo no hubiese hecho la función o la habría realizado para un público inexistente?

Mientras yo alucinaba con la aparición y Jaime estaba allí sentado, a mi lado, con gesto descreído, Che Mago (me gusta más esta interpretación de la broma) seguía con su verborrea: “Presumo de ser un reputado ilusionista, también un mesmerista; esta noche tendrán oportunidad de disfrutar de mis habilidades”. Dio un salto y casi aterrizó encima de nuestra mesa. Una de sus manos dejó tres canicas amarillas y la otra soltó una blanquecina taza de café que debía de haber extraído de algún bolsillo de su llamativa chaqueta. “Esta ilusión me la enseñó el mismísimo genio de Tandil, René Lavand”, se detuvo y esperó que sus palabras causasen un determinado efecto, no sé cuál, en nosotros. Como nada exteriorizamos, prosiguió: “La taza está vacía; meto una bola dentro, la ven, ¿no? Luego, otra, ya hay dos, y ésta última me la guardo en el bolsillo… Pero siempre sigo teniendo tres”, volcó entonces el vaso y tres canicas amarillas rodaron por la mesa. Sin tiempo para asimilar el resultado, Che Mago repitió el número. Yo había visto a Lavand realizar ese mismo truco con migas en lugar de bolas y, dicho sea de paso, le había visto realizarlo con una maestría infinitamente superior. Por tanto, la situación me resultaba bochornosa; de esos momentos en los que uno siente auténtica vergüenza ajena.

Hasta diez veces seguidas realizó Che Mago la misma ilusión. En un par de ellas cayeron cuatro bolas ante nosotros, pero el supuesto mago argentino actuó como si ninguna anomalía se hubiese producido en la ejecución de su arte. Al final del número de Lavand la taza (cuando el de Tandil lo ejecutaba la taza pasaba a llamarse el ‘pocillo’) siempre quedaba vacía, es decir, las tres esferas desaparecían de repente. Su émulo se ahorró este broche. Ni siquiera probó suerte. Simplemente, volvió a guardar el receptáculo y los pequeños orbes en uno de sus muchos bolsillos. Aplaudí por cortesía. Jaime bostezó.

Che Mago pidió que contuviésemos nuestro entusiasmo: “Además, soy mesmerista, sé manipular la sique ajena; exacto, juego con las mentes”, volvió a someternos a una de sus, ya comenzaba a intuir yo, pausas dramáticas: “Advierto al público de que la siguiente parte de mi show tiene la extraña propiedad de crear en los presentes la imperiosa necesidad de revelar sus más oscuros secretos”. Era un mago o, si se prefiere, un ilusionista, mesmerista o charlatán muy intenso, que no daba tregua. Nada más hubo terminado de pronunciar sus rimbombantes palabras se colocó enfrente de mí. Entonces inició un masajeo de su turbante, empezó a frotar con las manos aquellas impostadas sienes fucsias mientras me contemplaba con pavorosa concentración. “Revela, confiesa, revela, confiesa”, alternaba las dos palabras como si de un conjuro se tratase: “Díselo a Che Mago, permite que fluya el mesmerismo animal, la conexión magnética que nos llega desde tiempos remotos…”, y más cosas que siguió diciendo al tiempo que oscilaba su rostro y su bigote daliniano junto a mi cara de un modo profundamente incómodo. “Vaya tela, Juanito, éste te ha cogido cariño”, oí que Jaime bromeaba desde muy lejos, desde un mundo feliz en el que no tenía sujetos que le molestaban a un palmo de distancia.

Quise huir de allí y tal vez por eso grité: “Jaime, me acuesto con Luz”. Mi amigo tardó en reaccionar. Al principio tan sólo se le congeló la risotada que estaba derramando en el ambiente viciado de ‘LA RRUEDA’. Luego, pasados unos celerísimos segundos, dijo algo así como: “¿Qué?”. “Que me acuesto con Luz, que quiero a tu novia y ella a ti no, y vamos a vivir juntos y ni mucho menos voy a dejar que la mates, ¡cabrón!”. Por arte de magia, Che Mago se cayó hacia atrás y quedó de espaldas sobre las tablas de su escenario. Percibí miedo en su gesto a la vez que iba cayendo. Y el ilusionista cayó porque Jaime no medió palabra conmigo sino que, tras haber escuchado mi impulsiva confesión, mi más oscuro secreto, se levantó de un brinco y lanzó por los aires la mesa y al mesmerista que sobre ella ejecutaba su lamentable función.

Me levanté de la silla cuando vi que mi amigo me lanzaba la suya, las dos chocaron y se partieron desmembradas. “Juan, te mato, ¡Dios sabe que te voy a matar, traidor hijo de puta!”, exclamó Jaime mientras agarraba uno de los botellines de cerveza y me lo arrojaba con inquina. Lo esquivé más por suerte que por voluntad propia. No pensaba esperar su segundo intento, de modo que corrí y salté detrás de la barra. Rambo, de pie a mi lado, gritó: “¡Vosotros sois gilipollas!”. No hice el menor caso al camarero/propietario. A tientas busqué con torpeza un arma con la que defenderme. Cogí una botella con nombre en la etiqueta que sonaba a bourbon y, cuando Jaime asomó colérico la cabeza por encima de mi atalaya y trató de sacarme de allí a empujones, yo le arreé un botellazo en la frente. Se desplomó y gimió, y también se quejó de la sangre que brotaba del tajo que yo le había dibujado en la parte superior su rostro. Me insultó con furia ciega entre una miríada de fragmentos de vidrio.

Abandoné mi guarida y dirigí los pasos hacia la cocina o almacén del local, no sé el uso que tenía aquella estancia, pero era un cuarto con ollas, fogones y cajas de cartón al que se accedía desde el final de la barra. La última imagen que tengo de ‘LA RRUEDA’ es la de Che Mago de pie, sacudiéndose con esmero el polvo de su traje azul eléctrico. “Pero que me destrozan el bar dos capullos de trifulca, ¡hay que joderse!”, oí gritar a un asombrado Rambo cuando yo ya había franqueado la puerta trasera y me hallaba en mitad de la explanada del aparcamiento, sólo que en la zona posterior. Corrí entre las sombras nocturnas hasta el lado de la entrada mientras palpaba los bolsillos de mi gabardina en busca de la llave. Efectivamente, ahí estaba. Abrí el coche de Jaime, giré el contacto y salí derrapando. Una polvareda se elevó del firme y por el espejo retrovisor vi que alzaba los brazos Tapia, el hombre del pinchazo y la suspensión rota, el cual esperaba a ayuda en carretera junto a su auto; seguramente me insultó por haber terminado de mancharle su imponente traje y no se lo reprocho, la verdad.

Al volante, maniobré el coche de Jaime con ademanes de piloto de rally. Tenía el acelerador pisado hasta la tabla. Tomaba las curvas a una velocidad muy superior de la aconsejable. Di gracias de que no hubiese tráfico por aquella carretera sevillana. La huida me hizo recordar de nuevo la noche con Ale. Esta vez, resultaba un consuelo, no tenía que conducir a oscuras. Los faros alumbraban mi senda, pero… ¿Me seguiría Jaime? ¿Se encontraría mi amigo en condiciones de venir detrás de mí después del golpe? ¿Y con qué auto lo haría? ¿La furgoneta de Rambo? ¿El Audi averiado? ¿O llamaría a la policía? ¿Querría Jaime que nuestro conflicto llegase a otros o preferiría solventarlo entre nosotros? Demasiadas preguntas y ninguna respuesta. Sin éxito procuré no reflexionar mucho sobre todas aquellas inquietudes. Decidí que la prioridad pasaba por seguir rumbo a Sevilla y deshacerme allí del coche, para evitar futuras complicaciones. Proseguiría sin Jaime, lo vi con claridad. Ya me hallaba convencido de mis intenciones, pero antes… Antes quedaba una cuestión horriblemente pendiente que debía resolver. Esa cuestión se llamaba Luz. Había concluido el tiempo de los silencios y las traiciones, los momentos para las medias tintas; bastante me culpaba ya como para seguir callando.

Volví a la autovía y avancé durante un largo trecho. Con mi móvil traté de llamar a Luz repetidas veces, pero no cogía. Entre la poca cobertura y el buzón de voz no conseguía contactar con ella, lo que me inquietó aún más. En el municipio de Osuna me detuve junto a una gasolinera de las afueras completamente desierta. Ya era de madrugada. Compré una botella de agua con la excusa de rogar al único empleado del negocio que me dejase hacer una llamada. No se opuso. Marqué y esperé. De nuevo, marqué y esperé. Nada. Varios intentos más y nada. Luz no cogía el móvil, tampoco el fijo. No se encontraba en casa. Caí de pronto en la cuenta de que no había sabido nada de ella desde la noche anterior: ni llamadas, ni mensajes, tampoco comentarios por Whatsapp. Me estremecí al reproducir las palabras de Jaime un rato antes: “También tenemos que hablar, ¿te acuerdas? Te prometí una cosa hace ya algún tiempo y soy un hombre de palabra, ¡vaya que lo soy!”.

Presentí que yo había reaccionado muy tarde, que mi amigo ya había herido o incluso matado a su novia, a la que yo quería, y encima deduje que él pensaba habérmelo contado esa noche durante nuestro viaje a Sevilla, por eso la parada en ‘LA RRUEDA’. Era una opción muy probable, pero tampoco estaba seguro. Tal vez había otra explicación. Quizá Luz dormía profundamente o se encontraba en un sitio con jaleo y por eso no escuchaba el crepitar del móvil. Difícil de creer… Pero debía agarrarme a la esperanza.

En ese instante no podía hacer nada por ella. Tenía que avanzar hacia adelante, de modo que me volví a colocar tras el volante del coche de mi amigo y conduje hasta Sevilla sin más paradas. Preocupado acerca del actual estado de Luz, y también con las dudas de si Jaime me andaba persiguiendo o yacía bocarriba en cualquier camilla de alguna sala de urgencias médicas, sentí que el mundo se erigía ante mí como un gigantesco interrogante, como una gran pregunta que pretendía distraerme y provocarme un accidente mortal en mitad de los campos sevillanos, y yo no debía permitirlo. De modo que fijé mis ojos miopes en el surco de las líneas blancas de la carretera. No los despegaría de la pintura.

De manera inconsciente, esclavo de la costumbre, conecté la radio. Un par de giros a la rueda del dial y la estática cedió su espacio al nítido y cadencioso soniquete de Dylan y su ‘Man in long black coat’ (‘el hombre del largo abrigo negro’): “Ni una palabra de adiós, ni siquiera una nota/Ella se había ido con el hombre/Del largo abrigo negro”. El fraseo de Bob me heló la sangre. Sí, me aproximaba a la canción perdida de Gunn aunque, ¿a qué precio?


->En dos semanas (el sábado 19 de abril) la duodécima entrega, ¡disponible sólo en la revista Mayhem!

Acerca de 'Rebobina':
Disfrutables letras inventadas que construyen variopintas palabras que mágicamente componen intrincados textos que albergan las historias, todas ellas falsas y fabuladas y, a su vez, divisibles de nuevo en incontables letras. ‘Rebobina’ es el comienzo de una de esas historias. Pero necesita un final, te necesita. De modo que te invito; venga, acomódate. Siéntate en esa silla o butaca (o sofá) sobre la que te gusta reposar mientras lees y adentrémonos juntos en estas líneas que, entrega tras entrega, irán urdiendo una misteriosa trama compuesta, al fin y al cabo, de letras; letras siempre extraídas de la esfera de lo fabulado e imaginado, lugar donde no se vive sino que tan sólo se disfruta.