domingo, 15 de diciembre de 2013

Pasiones pasadas



Mi adorada Beatriz, de acuosos ojos verdes e interminable y ondulada melena de color castaño oscuro, se casó conmigo bajo la acuciante lluvia de un día cinco de mayo y fuimos felices durante dos años, tres meses y nueve días. La dicha nos acogió cariñosamente en su seno hasta una nefasta tarde en la que las inclemencias meteorológicas, tal vez la misma lluvia que nos vio unirnos en sagrado matrimonio, y también la mala fortuna, por qué no decirlo, me arrebataron de los brazos a mi amada esposa, tan bella como las flores.

Después de haber impartido la última clase del día (mi mujer era profesora particular de inglés y latín), Beatriz caminaba, envuelta en su gabardina y coronada por la tela impermeable de un acaramelado paraguas marrón, hacia el apartamento en el que ambos vivíamos cuando pisó un deslizante charco y fue a dar contra el firme de la calzada; tan diabólica suerte tuvo el amor de mi vida que cayó de espaldas justo sobre un adoquín trágicamente partido tiempo atrás, un maléfico fragmento de acera que se hundió en su nuca hasta taladrarle el cráneo. Los médicos dijeron que todo fue milagrosamente rápido, que no sufrió ni tan siquiera un segundo; que, tras dar sobre el firme de la calle, murió de forma instantánea. Nada, por tanto, pudo hacerse por ella. Un estúpido resbalón me había arrancado la mitad de mi existencia y, entonces, lloré, me derramé en lágrimas de pena y abatimiento. Mi ser se transmutó en mucosa incomprensión, pavor solitario y desdicha personal.

Abandoné mi apartamento, allí todo me recordaba a ella, las fotos en las paredes y también sobre las mesas, sus cosas colocadas de la misma manera que éstas la habían visto partir aquel día que no supe que era el último; huí de nuestro hogar y me refugié en casa de mi hermano y su mujer, mi cuñada. Ahí me escondí del mundo durante una larga temporada. Poco recuerdo ahora de aquel aciago período de solemne luto y voluntario exilio. Creo que la memoria tiende a difuminar lo que nos resulta dañino, para así diluir el veneno de la tristeza entre los peldaños de la escalera del tiempo. Sólo de este modo me explico la escasa retención que tengo de esas semanas, o quizá fueron meses, que dormité día y noche en una cama que no era la mía, dejé de comer salvo por obligación familiar, miré la nada continuadamente, me abstraje de toda conversación coherente y, asimismo, abandoné a mis amigos, la profesión que exitosamente desempeñaba y renuncié a cualquier esperanza de mejoría y resurgimiento que hubiese podido anhelar para el incierto futuro.

No obstante, el tiempo sosiega las pasiones y las vuelve pasadas o, como suele decirse dolosamente, pone cada cosa en su lugar. Y un día, no muy distinto del anterior, decidí retomar mi vida, extrayendo fuerzas de donde creía que no las había. Armado de valor y algo de amor por mí mismo, volví al apartamento en el que una vez amé a Beatriz durante dos magníficos años, tres meses y nueve días. El impacto de cruzar el umbral de la puerta fue dolorosísimo, mas aguanté. Deshice mi parco equipaje y me serví una copa bien cargada. Di cuenta de ella acodado sobre la baranda de nuestra disfrutada terraza. Sentí las lágrimas correr por mis mejillas, pero no me desmoroné. Logré mantenerme frío como los cúbicos hielos translúcidos que tintineaban dentro del vidrio junto a mi mano. Mágicamente, mitigó el alcohol la melancolía posada en mis entrañas y, además, la sustituyó por un cálido sabor a distanciamiento, a realidad alienada, a lejanía sanadora… Si algo de esto resulta remotamente plausible.

El caso es que, seguidamente, pasé al baño y me sumergí en una ardiente ducha. El caudal de agua me azotaba la espalda y bullía con la persistencia de un martillo detrás de mis orejas cuando percibí una leve alteración infinitesimal en el vaho imperante por toda la estancia. Lo aduje a un extrañamiento en mi percepción, vaticiné que el choque del hogar y todos los recuerdos habían debilitado mis nervios, me habían vuelto propenso al susto y a la angustiosa preocupación. Pero mis quebrantos no retrocedieron ni un ápice, ya que noté de nuevo una modificación molecular en el baño y, en esta ocasión, no hallé argumentos que apaciguasen mi alma. Envuelto en una toalla emergí con el pesado bote de gel esgrimido a modo de sable o cimitarra. Entre la densa y húmeda bruma me conduje hasta el pequeño ventanuco, para abrirlo de par en par y así dejar que el vapor de agua se perdiese en los confines de la noche.

La visibilidad volvió con celeridad al baño y, para mi indescriptible sorpresa, me encontré frente a frente, únicamente dos palmos de distancia nos separaban, la figura espectral de mi difunta y añorada mujer, Beatriz. Ella flotaba con ademanes imposibles ante mí mientras me miraba fijamente. Mi mandíbula desencajada no respondía a mis intentos de articular el habla, a los deseos de gritar. Mi mirada vagaba errabunda a través de los perfectos trazos de su sedosa y, ahora además, blanquecina piel. Límites etéreos conformaban su insondable figura. Y sus ojos, acuoso cénit de aquel rostro de porcelana, parecían si cabe más verdes y más vivos (por contradictorio y absurdo que este detalle pueda sonar); al menos (permítanmelo), se me antojaban de un tono más vívido o intenso que el que ofrecían cuando ella pertenecía a nuestro orbe y era mi amada esposa.

Me golpeé con fuerza la cara, pero Beatriz no desapareció. Iniciaba un juramento mental para concienciarme de la necesidad no volver a probar una gota de alcohol cuando el espejismo de mi mujer se aproximó para darme un beso en los labios. Oí entonces su voz y mi tacto percibió su textura incorpórea. Me dijo entonces ella que me había echado de menos, mas que ya se encontraba de vuelta y todo sería como antes, que nada podría separarnos de nuevo y que lamentaba mucho haberme dejado viudo tantísimo tiempo. Y cuantiosas otras palabras me pronunció al oído con su voz dulce e imborrable aquella anoche en la que, por improbable que se os antoje, yacimos juntos y el tiempo retrocedió semanas o meses, nos retrotrajimos a una época que era sólo de los dos y en la que fuimos inmensamente felices.

A la mañana siguiente me elevé a los niveles de la consciencia procedente de lo que yo creí habría sido un fantasioso sueño, mas el difunto ente de Beatriz, ceñida en gasa y halo, estaba tumbada a mi lado. Sus acuosos ojos verdes me habían contemplado dormitar, algo que me produjo espanto. Me susurró, entonces, algo indescifrable y yo escapé con rumbo hacia la cocina, no sin antes haberle preguntado qué deseaba desayunar. Ella me respondió que en su estado no podía ingerir alimento alguno, pero que de buen agrado me acompañaría mientras comía yo algo. Durante aquel largo día, Beatriz no se separó de mí ni un mísero segundo y tampoco calló, sino que habló y habló, contó y contó; mil temas volcó sobre el aire y yo atendí a ellos y me reí cuando tocó esbozar una sonrisa, contesté con precisión cuando me fue requerido y, en definitiva, disfruté de su presencia lamentablemente muerta; y es que la había echado de menos en incontable medida. Sin embargo, algo intangible chirrió en mi discurrir, algo arcano y obscuro me heló los vellos, aunque no soy capaz de inferir con mayor detalle cuál fue la primera punzada de desagrado y hartazgo que me sobrevino.

La situación permaneció inmutable a lo largo de varias jornadas. Parecía que viviríamos así eternamente, el uno junto al otro, vivo y muerta amándose por siempre, hasta que le comenté que debía volver al trabajo. No podía seguir más tiempo de baja. Ella me indicó que no quería estar sola bajo ningún concepto y me recriminó que yo era muy cruel por proponer abandonarla a lo largo de tantas horas. Me costó una barbaridad convencerla y desde este momento la situación fue irremediablemente a peor. Debí haberlo visto venir.

Cada día, a la vuelta de la oficina, nos enfrascábamos en continuas discusiones. Beatriz, aquel ángel de mis pasiones ahora tornado en demonio, me criticaba sin cesar e insinuaba que me demoraba a propósito para estar menos tiempo en casa. El rato que me encontraba en el apartamento no se me despegaba, tampoco hablaba, sólo me contemplaba: me veía comer, escribir, vestirme… Ella no tenía que realizar ninguna de aquellas tareas cotidianas y se limitaba a seguirme como un molesto encantamiento maldito. Cuando le insinuaba que me agobiaba, que me estresaba, que necesitaba mi espacio privado; ella se ponía hecha un basilisco y destrozaba las lámparas y los muebles que hallaba a su paso.

Por aquel entonces yo empecé a necesitar recuperar de nuevo el trato con mis amigos, esparcirme esporádicamente. A Beatriz aquello no le parecía correcto, decía que era una forma de enterrarla, de renunciar a nuestro amor. Poco a poco, pero de forma constante, me estaba hundiendo en un pozo de desesperación del que nada podía contar a nadie sin temor a que me tildasen de lunático o, peor todavía, de loco.

Además, mi otrora amada esposa no dejaba de hacerme requerimientos. Quería que pintase la casa de tal o cual color cada dos por tres, que cambiase un cuadro de sitio; continuamente me pedía que le leyese. Eran todas estas acciones que no podía llevar a cabo por ella sola y, si me negaba a complacerla, su ira se volvía corrosiva. De modo que, por ejemplo, le leía a Cortázar y también a Borges, autores que la cálida y apacible Beatriz había adorado. Ahora, en cambio, ya muerta se quejaba de ellos y los vilipendiaba, y me exigía que le recitase a viva voz cuentos de Salinger, truculentas historias que a mí me helaban los huesos.

Creo recordar que cuando me propuso tener un hijo los dos juntos comprendí que mi vida se había ido por el sumidero y necesitaba ayuda. Acudí a videntes, sanadores y chamanes. Implorante y arrodillado como un devoto creyente, les rogaba a éstos que me librasen del fantasma de mi esposa que había regresado del más allá y, atrincherado en casa, el hogar en el que una vez nos amamos, mortificaba mis días y mis noches. Recibí todo tipo de consejos y recetas, pero ni las alas disecadas de murciélagos ni las pulseras atestadas de pentagramas hicieron retroceder a Beatriz que, al comprobar que intentaba enterrarla en el pasado, se colmaba de implacable cólera y gritaba y golpeaba el aire presa de un insoportable frenesí destructivo.

Me parece que fue entonces cuando valoré momentáneamente la opción de quitarme la vida. Durante un tiempo confeccioné un plan para desaparecer de la faz de la Tierra, mas en el penúltimo instante las dudas me hicieron desistir: si Beatriz me mangoneaba estando yo vivo, qué no haría una vez hubiese perecido y perteneciese, sin evitación posible, a su esfera… Desistí de mi empeño y me dediqué a malvivir bajo su sortilegio. Cada día escapaba unas horas de ella en el trabajo, pero luego llegaba al apartamento y su sombra me perseguía y atosigaba a preguntas y requerimientos. Mi estado comenzó a avejentarse visiblemente. También descubrí que sus etéreos contornos se habían afilado, que sus antiguas y sedosas manos eran ahora garras mefíticas, que sus amorosos y perfectos ojos del pasado no hacían sino recordarme en esos momentos los orbes de dos globos muertos, que vigilaban debajo de una larga maraña de pelo seco, ralo y estropeado.

El espíritu de Beatriz no olvidaba que no había querido tener un hijo con ella, pese a lo grotesco de su petición. Y sus sospechas acerca de mis intenciones se dispararon hasta el infinito… En los últimos tiempos, temerosa de que me fugue y abandone el hogar, me acompaña a diario hasta el trabajo y me recoge de él. Yo miro a la gente con la que me cruzo por la calle y le hago disimuladas señas para que vean a mi flotante esposa, pero sus pupilas nada distinguen en el aire viciado de la ciudad. Para ellos marcho sólo, únicamente acompañado por mi maletín de mano. Imbéciles.

Me había rendido a este sin vivir que es mi vida hasta que hace poco me enteré por una página de internet que existe un exorcista experto en este tipo de casos; y yo que me creía el único, ver para creer. He conseguido ponerme en contacto con él y en próximas fechas nos va a visitar. Desconozco cómo va a terminar todo esto, mas sólo deseo que sea escrito el punto final de la historia. Este hombre, monseñor Vélez dice llamarse, me ha garantizado que me librará de Beatriz.

Mientras aguardo su redentor arribo, escribo estas prolijas líneas que dejan testimonio de mi infernal realidad. Si algo tremendo me sucediese (no me atrevo a aventurar qué), quisiera que los lectores de este documento supiesen a ciencia cierta que no fue el azar ni el destino, tampoco la impredecible acción de la lluvia bajo la que algunos nos casamos u otras resbalan y mueren una tarde perdida en el tiempo; no, nada de eso, la responsable fue mi esposa Beatriz, la que una vez fue de acuosos ojos verdes e interminable y ondulada melena de color castaño oscuro. Nos casamos un día cinco de mayo y fuimos inmensamente felices durante dos años, tres meses y nueve días. Murió de manera trágica y yo la lloré e imploré su vuelta, craso error. Ahora sé que hay que dejar descansar lo muerto y no se debe reabrir lo claramente cerrado. Todo ocurre por algún motivo y si se quiebra este precario equilibrio, si este designio incomprensible es alterado y a un marido se le concede la vuelta de su dulce y apacible esposa, las consecuencias se tornan caóticas, desesperantes e insoportables. Y es que nada destruye más que las desmedidas pasiones… En realidad, me equivoco en esto último, ya que sí, me temo que aún son peores las pasiones pasadas.