lunes, 11 de noviembre de 2013

'Siete de corazones'


Como si repentinamente fuese víctima de algún deslavazado e incomprensible conjuro, de vez en cuando hasta ella misma se hartaba de su imperturbable y abúlica forma de ser. Aunque sólo muy de vez en cuando, generalmente esto se producía un día a la semana; era el momento en el que se permitía ser otra, que no mejor, tampoco peor; únicamente otra. Digamos que se transmutaba en una persona diferente. Entonces, presa de la impaciencia, cogía ella el teléfono y me llamaba, o me escribía desde su ordenador, y me preguntaba qué tal me iba o qué tenía nuevo para contarle o relatarle, o qué me parecía hacer tal o cual plan esa tarde o a la noche; y yo, siempre accesible, dispuesto a su servicio, respondía que andaba genial, que la cosa iba sobre ruedas y que claro que me apetecía quedar; que eso ni lo dudase. Luego, concretábamos los esporádicos detalles y ella colgaba o abandonaba el teclado, según el caso, y yo permanecía unos segundos, qué largos e inevitables se me hacían (tal vez en esos momentos yo también era presa de un deslavazado e incomprensible conjuro, ni mejor ni peor que el suyo; tan sólo distinto), con el teléfono pegado a la oreja o, en su caso, los dedos sobre el portátil, y sentía una inmensa y boba alegría, pero también me embargaba la pena, una especie de culpa moderna.

Mi reacción, decía en el párrafo anterior, era siempre la misma; únicamente variaba el medio de contacto entre ambos. Ella era la que mutaba y poseía un humor cambiante, lo mismo era dulce y atenta, y divertida (un día, esto sólo se daba un día a la semana), que se volvía fría, arisca, distante y independiente (la mayor parte del tiempo). Uno nunca sabía a qué atenerse ni qué esperar. Sin embargo, las veces en las que me llamaba o escribía invitaban a ser optimista. Entonces, todo iba suave como la seda y reíamos sin parar, nada de reproches en esos mágicos momentos. Lástima que durasen tan poco tiempo...

Durante las treguas que se concedía a sí misma, yo aprovechaba para proponer los más disparatados planes, creyendo que así la mantendría lejos de su rutinaria apatía. Mas no obtuve éxito en mi diligencia. No obstante, la situación siguió más o menos estable; es decir, yo experimentaba pequeños instantes de placer seguidos de largas semanas de olvido. Esto caracterizaba nuestra peculiar relación hasta que los hallé fortuitamente...

Todo ocurrió la tarde posterior a una de nuestras quedadas. Desesperado como estaba para que ella mostrase indefinidamente su lado bueno y se olvidase de su insoportable y periódico distanciamiento al que me tenía acostumbrado, la llevé a saltar en paracaídas. Qué podía haber más emocionante. Me dan miedo las alturas, así que no recuerdo haber soportado nunca una experiencia peor y, pese a mi esfuerzo, no fue suficiente. Nada cambió y, conforme el día que compartimos iba llegando a su fin, ella volvió a ser la de siempre y me apartó de su lado. Hasta la próxima, parecía decirme.

Me retiré derrotado a casa y la tarde siguiente vagué por el centro de la ciudad, tratando de tener la mente entretenida. No quería pensar, únicamente buscaba que transcurriese el tiempo. Y fue ahí cuando les vi. Era ella, por supuesto (su melena, sus ojos), e iba acompañada de un hombre joven al que yo no conocía. Los dos andaban cogidos del brazo y miraban los escaparates, cruzando de un lado a otro de la calle. No sé por qué este descubrimiento no me sobresaltó excesivamente. Sin alterarme, empecé a seguirles desde una distancia prudencial, al acecho.

Al cabo de un rato entraron en un pub. Les esperé fuera, al arrullo del viento. La manecilla del minutero de mi reloj no migró más de diez minutos cuando la vi salir del establecimiento con rápidas y ágiles zancadas. Cuando pasó a mi lado, me giré en sentido contrario y levanté el cuello de mi abrigo. No se percató de mi presencia. Una vez me hube asegurado de que se había perdido entre el río de personas que recorrían la calle, franqueé la puerta del local. Estaba prácticamente vacío, todavía era pronto para beber.

Sin embargo, su acompañante, ahora solo, se encontraba sentado en un taburete junto a la barra. Daba cuenta de una cerveza en vaso de tubo. Me acomodé a su lado y pedí al camarero dos más. Una de ellas se la ofrecí a él. “Pareces necesitar otra, amigo”, le dije, “¿un día duro?”. Evidentemente, el hombre sufría y a todos nos apetece hablar y desahogarnos cuando nos encontramos en tal situación. De modo que no tardó mucho en sincerarse conmigo y confesarme lo que vino a llamar su ‘mal’ o problema. Yo, la verdad, aún andaba algo sorprendido por haber sido testigo de la separación física y repentina de la pareja; hacía unos minutos caminaban abrazados y ahora él bebía sólo. ¿Qué había acontecido? Además, el parecido físico que guardábamos ambos, el uno con el otro (gafas de ver, constitución delgada, color de pelo…), también me despertaba cierto sentimiento de recelo.

“Problemas de pareja, supongo que sabes de lo que hablo”, le indiqué con un gesto con la cabeza que lo sabía, cosa que de hecho era cierta, pero no le interrumpí. Notaba la impaciencia en mis músculos, las ansias por saber. También experimentaba una extraña simpatía por aquel tipo, aunque debía odiarlo; le había visto pasear con mi novia… Él prosiguió: “Estoy con una chica perfecta, pero la situación entre nosotros resulta muy rara. Tal vez te sorprenda, pero ella es maravillosa y me quiere…”. Hizo una pausa de unos cuantos segundos. Luego, retomó la frase: “Y me quiere, pero sólo un día a la semana; el resto del tiempo va a su aire, me ignora y casi diría que me trata a patadas. Pero cuando menos me lo espero, esas veces que estoy en casa o, vete a saber, que tengo plan… Lo que sea. Entonces, ella me llama o me escribe y me dice de quedar y yo siempre acudo. Y ese día somos muy felices, pero luego todo llega a su conclusión y me ves como estoy ahora, abatido. No sé, es algo muy extraño; ni siquiera llegamos a discutir…”. Y no quise escuchar más. Dejé un billete sobre la barra y salí huyendo del pub. Hasta casa vine corriendo y agarré con fuerza el ordenador portátil. Mientras se encendía me senté junto al teléfono con el corazón desbocado, dispuesto a esperar mi turno una vez más.


->Ilustración realizada por la diseñadora gráfica Alicia Mula. Visita su página web para disfrutar del resto de su obra: