lunes, 4 de noviembre de 2013

Nunca conocí Nueva York


Ha sido un día imperfecto, lo sabes. Además, sabes de sobra que ya se marchó el verano y se llevó la alegría. Todo ha quedado atrás salvo la noche, aquí sólo permanecen la desapacible noche y la agobiante ciudad, un lugar donde por este tiempo siempre nos llueve a cántaros. Mas no te refugies bajo el improvisado paraguas de una parada de autobús, ni ignores el cadencioso son que produce la lluvia cuando cae desde las alturas y rítmicamente golpea el suelo circundante; agua celestial que se precipita y choca contra el vidrioso techo que, sobre tu cabeza, te protege de las inclemencias meteorológicas.

Deja que te moje, permite que el agua te empape. Sal del parapeto y colócate bajo las invisibles estrellas y, entonces, siente. Siente, con los brazos extendidos, cómo arriba lloran y sus cálidas lágrimas cubren tu cara. Infinitas gotas que enhebran un manto sobre tu piel, para posteriormente filtrarse y calarte hondo. No te resistas, deja que te beban y lleguen a tu corazón. Tal vez ellas sepan limpiarlo y, en su gravitatoria caída a través de tus entrañas, arrastren la masa negra que te oprime e inquieta; la densa pena que te ahoga, bajo las aguas, resbalará hasta los zapatos. Quizás así puedas purificarte. Inténtalo al menos mientras fundes tu llanto con la precipitación reinante. Una vez en el suelo, todos los pesares que de ti se han disgregado se los llevará el viento nocturno, una fuerza encargada de anunciarte la noticia del adiós de un satélite.

Atiende a su murmullo. Escucha el son que sopla en el viento mientras éste barre el mal trago contiguo a tus pies. Que el aire aúlle fuerte y arrastre en su partida el dolor. Si oyes con atención, percibirás palabras sueltas entras las incipientes ráfagas que arremolinan tu ropa de abrigo. Te plantean la duda de si se puede echar de menos a alguien que no se conoció en vida, a una persona con la que no se trató de tú a tú. Pero ya intuyes la respuesta, sabes que sí. No ves como un desconocido a alguien que te canta al oído en mitad de la noche, a alguien que te acompaña y susurra y alienta cuando te encuentras mal y el resto del mundo te ha dado la espalda. Jamás desconfías de aquel cuyas palabras has leído y, como mágica poesía semejante a literatura musical, te han inspirado, te han hecho reflexionar y escribir, también te han obligado a pararte a pensar y ver otro punto de vista o simplemente te han hecho sentir, sentirlo todo: la alegría, la melancolía y tantas otras incontables emociones.

No, no nos son desconocidas esas personas. Son, lo que a mí me gusta llamar, amigos en la distancia, gente a la que se comprende y se quiere y respeta; uno experimenta afecto por ellos, a menudo verdadero amor, pese a que no se haya compartido una cerveza ni se haya charlado en torno a una mesa. Por ese cariño que les proferimos, tal vez (casi estoy seguro), nos da tanta pena verles marchar y que dejen atrás nuestra realidad. Nos aterra descubrir que es inapelable su deceso y que no hay retorno posible, que se acabó y ya nada sabremos de su nueva obra (disco, película, artículo, libro, creación… En definitiva, de su última gesta) ni podremos disfrutarlos en uno de sus conciertos, tampoco escucharemos sus excentricidades y revelaciones (a partes iguales) en su próxima entrevista en televisión, radio o prensa.

Y son tantos los que se han ido, inútil intentar numerarlos. Cómo duele y se encoge el corazón cuando estás tranquilo, atrapado en tu rutina, y alguien te dice o lo lees o la televisión se entromete en tu vida y anuncia que Clarence Clemons ha muerto y su saxofón ya no sonará más; cuando vives en el falso directo de las retransmisiones deportivas como Marco Simoncelli fallece sobre una moto y eso que tú le has visto sonreír a cámara y ser feliz apenas unos escasos minutos antes…

En el ámbito de estas amistades en la distancia, hay casos todavía más dramáticos. Por ejemplo, es horrible cuando uno descubre a dicho amigo una vez que éste ya ha muerto, algo que, por desgracia, nos ocurre con frecuencia si hablamos de escritores. Compartí durante varios años este mundo con Roberto Bolaño, pero sólo lo reconocí y llegué a valorarle cuando llevaba más de un lustro extinto. Y para qué seguir, la lista resultaría interminable, farragosa…

Hace unos días, hoy se cumple precisamente una semana, nos golpeó la noticia de la muerte de Lou Reed. Nunca conocí Nueva York, tampoco he estado en Berlín. Lo poco que sé de ambas ciudades me llegó a través de su voz y sus canciones. Adiós al músico, terminaron sus paseos por el lado más salvaje de la vida. No, ya lo decía al principio de estas líneas, el día de hoy no ha sido perfecto sino imperfecto, y nada hay que lo vaya a transformar. Atémonos al recuerdo y la memoria, y no olvidemos. Y ojalá ellos nos salven.

Por eso te insisto; ya sé que llueve a cántaros, pero no te refugies bajo el neutral vidrio de la parada de autobús. Da un paso y siente bajo la lluvia. Deja que tus lágrimas se fundan con las que se derraman desde el cielo y así las tuyas se disimulen y borren. Me gusta creer que ese manto acuoso nos limpia y difumina nuestro pesar. Creo que una vez que toda la rabia, la pena y la incomprensión se hayan diseminado bajo nosotros, el viento se las llevará lejos. Y ahí, justo ahí, todo habrá pasado y quedará únicamente la música, la melodía procedente del espacio exterior, emitida desde un satélite de amor que subió a las estrellas y desde allí sigue y seguirá retransmitiendo hasta el final de los tiempos. Toca otra más, Lou; que todavía no baje el telón, que jamás se desvanezca tu estela.