lunes, 7 de octubre de 2013

Tiempos modernos


A través del cristal parcialmente empañado, veo que ha dejado de llover y las gotas, que antes caían del cielo, ya no golpean el resbaladizo pavimento. Le entrego un billete al conductor y me apeo del taxi en plena avenida, con tráfico en ambos sentidos, mientras los rayos de luz comienza a filtrarse entre la muralla de nubes, cada vez más menguante. El blancuzco taxi refulge ante mis ojos con un brillo magnético, por lo que me alejo de él aterrorizado. Atravieso la calzada y flanqueo una moto de dos cilindros y un todoterreno que, exhaustos, tocan el claxon, impacientes por reanudar la marcha. El tráfico resulta angustioso y emite un olor metálico, de modo que me siento feliz y apaciguado cuando noto bajo la suela de las botas el húmedo tacto de la hierba. Aliviado cruzo un breve sendero verdoso y, a la sombre de una palmera, vecina a su vez de una farola fuera de servicio, observo la bahía que se descubre ante mí, mostrando su amplísima paleta de colores. El paseo marítimo serpentea, al Este y también al Oeste, hasta donde se pierde la vista. No hay mucha gente y los pocos que andan por el lugar parecen ocupados y ajetreados. Caminan nerviosos y hablan acaloradamente a sus teléfonos móviles. Un hombre pasa con su bicicleta a toda velocidad y a punto de está de hacer caer a una anciana algo despistada. No se detiene a disculparse, ni siquiera echa la mirada atrás. Con tristeza, caigo en la cuenta de que estos son tiempos modernos y lo normal ahora es comportarse de manera egoísta y zafia. Así que me pongo en marcha y comienzo a pasear marcha atrás, camino de espaldas para separarme lo más posible de estos malditos tiempos modernos.

El mar brilla y se mece frente a la playa y al espigón hormigonado que se adentra en las aguas. Las nubes se han retirado casi en su totalidad, ahora ya no son más que un recuerdo lejano de una pesadilla que se pierde por la línea del horizonte. Amanece una tarde maravillosa en la que el atardecer toma protagonismo. Veo y siento los colores, y en mi cabeza se graba el contraste de la masa acuosa, plomiza y grisácea, contra el cielo vívido, bañado de todos los matices que uno pueda imaginar. Pero en todo esto sólo reparo yo, los demás, que componen el resto del mundo, se quejan del tráfico e intentan llegar a tiempo a sus modernos trabajos o a encender sus modernas computadoras. Únicamente, yo asisto a la caída del día más bella jamás soñada. Y mientras me embeleso, las pupilas vacías, camino hacia atrás, huyendo de los tiempos modernos.

A mi lado transita corriendo un joven de constitución atlética y con pinta de cuidar su forma hasta el extremo. Lleva un reproductor de música ceñido a la cintura del pantalón corto y, a través de los auriculares, acompaña su ejercicio de unos estridentes sonidos a tal volumen que todo el paseo sabe de qué canción se trata. Corre absorto en su música y sus ojos se arrastran por el suelo. No escucha el azote de las olas en la orilla, no siente el susurro del viento que se acerca (al igual que la noche, por momentos tremendamente próxima) y seduce cada uno de los huesos de mi esqueleto, que se sacude conmovido bajo la cazadora. Él solo vive su carrera diaria. No le culpo, al fin y al cabo está atrapado en los tiempos modernos.

De espaldas llego hasta un saliente en el paseo que se adentra en el mar, lo que lo convierte en un mirador perfecto. Interrumpo mi paseo hacia atrás y me acerco a ver mejor el paisaje. Las nubes siguen en fuga y el éter de la atmósfera refracta la luz de diversas maneras, desde el último celeste diurno hasta el primer violeta negruzco de las horas oscuras. El mar mantiene su perpetuo vaivén y el viento mece a todos los que, a estas horas, aún siguen por el paseo marítimo. Me giro  y descubro que el blancuzco taxi que me había recogido en la estación se encuentra detenido en la carretera a mi misma altura. Con el infernal atasco, ha podido avanzar poco desde que me dejó un rato antes. El conductor, irritado y a la vez impaciente, trastea con el dial de la radio en busca de alguna emisora que le satisfaga. Derrotado, se vuelca sobre el claxon y lo acciona con demencia homicida. Paso a su lado y me toco el sombrero en señal de saludo. No parece verme y mucho menos reconocerme. Sus ojos están velados y no ven más allá de los tiempos modernos.

Me aprieto la mochila al costado y me acaricio la cara mal afeitada. Hay un elevado número de personas a mi alrededor, pero nadie interpreta este momento como yo; nadie es capaz de subir los párpados para contemplar lo que verdaderamente importa; prestan atención exclusivamente a su propia persona, a su yo y a sus minucias diarias. Mientras, el universo despide el día de una forma formidablemente hermosa. Lástima que nadie esté interesado en observar ahora que corren estos tiempos modernos.


Lo superficial manda y nadie escucha la letra, sólo permanece el soniquete de la música. Lo ajeno es malo y lo intrascendente se vuelve vital. Pienso y reflexiono. Y me asusto profundamente: estamos condenados. El mundo se ha vuelto loco y la tradición y la historia ya no tienen hueco dentro de él. Me gustaría que alguien lo comprendiese, tal vez así cambiasen las cosas. Pero el viento de la noche aúlla detrás de mis orejas y el sol, al mismo tiempo, se esconde detrás del horizonte, por donde las nubes ya han desaparecido. Queda una luz tenue y un mar calmado y sereno. Permanece la humedad en la atmósfera y el olor a césped recién regado. Las palmeras ceden su protagonismo a las farolas que se encienden, las que todavía funcionan, sin remedio… Sin más detenimiento, me afianzo el sombrero, me guardo los ojos en los bolsillos y reanudo mi camino. Hacia atrás, firme y confiado, ando en dirección contraria al blancuzco taxi que, atrapado en la jungla urbana, representa la peor parte de estos tiempos modernos que nos ha tocado vivir.