martes, 22 de octubre de 2013

'El otro'


Cuando de madrugada uno vuelve andando a casa solo y ha de cruzar esas largas e inacabables avenidas huérfanas de tráfico, en las que los frondosos árboles que dormitan proyectan sombras sobre la acera, filtrando la luz amarillenta y artificial de las farolas, puede sentirse la presencia del otro en su eterno merodeo. Si se agudiza el oído y se atiende con auténtica concentración, resulta perceptible y reconocible la sonoridad de unas pisadas duplicadas, copias prácticamente idénticas del caminar propio, salvo que ligeramente (más bien, debiera decir que imperceptiblemente) desacompasadas. Y se nota que por momentos, al principio dichas pisadas eran lejanas e inaudibles, se acercan o al menos se escuchan con mayor intensidad o estruendo.

En esos instantes uno acelera la marcha, pese a que trato de convencerme de que son únicamente imaginaciones mías emanadas del sueño perdido y retrasado hasta horas tan intempestivas, y además uno se ciñe (desde luego, yo siempre lo hago) el abrigo a la cintura, si el frío permite llevar tal prenda. Y, por supuesto, en tales casos, siempre se evita mirar atrás no vaya a ser que realmente alguien nos aceche y persiga, y eso nos paralice. La sola idea se erige perturbadora. Entonces, de forma obsesiva surge en mi mente la imagen del otro, al que no conozco pero del que sí aventuro sus oscuros propósitos. Pienso que viene a por a mí, que está dispuesto a liquidarme sin ningún tipo de contemplación, mediante funestos actos que me destruirán y sepultarán. Siento la muerte sobrevolando mi nuca y, aterrado, aligero mis pasos que llegan a ser zancadas. Algunas de las ocasiones en que esta sensación me ha invadido casi he terminado por echar a correr, presa del pánico.

Sin embargo, en los segundos de mayor terror, siempre consigo arrojar una pizca de luz sobre mis negras cavilaciones y recuerdo, para mi alivio, que aunque así él lo quisiese, el otro no puede matarme. Él es mi trasunto y, como tal, cuando yo me acuesto el otro se levanta; si callo, habla; si me apesadumbro, se regocija; y viceversa. Sólo consigue ser feliz a costa de mi tristeza. Lo mismo a mí me ocurre, pero al revés. Aunque he de aclarar que esto es menos común. Normalmente, el otro logra salirse con la suya y acabo siendo yo el desdichado. Nunca hemos hablado. Él vive dentro de mí, pero a menudo me compongo su imagen como la de un ser de otro mundo que me resulta ajeno por completo. Tal vez lo único que nos une y nos asemeja es el odio visceral y primario que nos proferimos mutuamente.

Es en noches como éstas, en las que vuelvo a casa de madrugada, andando solo por largas avenidas mientras escucho cómo unas pisadas se arrastran a mi espalda, cuando descubro cuánto detesto al otro y lo que me gustaría verlo extinto. Pero no, esto no es del todo cierto; en realidad, le envidio y deseo arrebatarle su día a día. Sin sorpresa me reconozco pretendiendo ser él, tratando de asumir la identidad del otro. Nada me agradaría más que sustituirle cuando se divierte y también cuando triunfa. Por supuesto, anhelo suplantarlo en los momentos que se encuentra con ella y ambos destilan felicidad y placer al tiempo que a mí, en cambio, me aguarda el lado más amargo, el ostracismo de la soledad. Me encantaría ser él de idéntica forma que echo de menos ser aquella persona que nunca fui y en la que no me reconozco. La imposibilidad eterna del cambio.


A causa de este inconfesable deseo, razono de forma furtiva (en medio de mi agotador camino de vuelta a casa) que tal vez él venga tras de mí y planee oscuros propósitos contra mi persona, pero que a lo mejor yo también puedo sorprenderle y pillarle con la guardia baja, ahora que sus pasos suenan tan próximos a los míos. Me escondo en la penumbra de un soportal y, apoyado contra el frío mármol de la pared y con el corazón palpitante bajo el abrigo, esta noche el tiempo permite llevar tal prenda, extraigo el juego de llaves de un bolsillo. Con mi mano izquierda las agarro como si de un manojo de cuchillos se trataran y el refulgir del metal en la penumbra me hace sonreír. Elijo la más larga y puntiaguda, y la empuño decididamente. Aguardo paciente. Añoro ser aquella persona que nunca fui, me repito mientras las persecutoras pisadas ya casi llegan a mi posición al tiempo que yo tenso los músculos del brazo, preparado para asestar un golpe definitivo que ponga fin a nuestro sempiterno enfrentamiento. Todo es acerca de mí, pero también concierne al otro; siempre el otro.