martes, 1 de octubre de 2013

El hombre que parecía no querer nada


A veces el agua se comunica con nosotros y nos habla, o eso creo yo. Y hasta me atrevería a decir que en ciertas ocasiones, para atraer nuestra atención, con algún enigmático e improbable propósito, el agua entona un canto gutural, caótico y armónico, frío y acogedor; un arrullo acompasado que nos sacude el cuerpo, hiela los huesos y embelesa nuestros palpitantes corazones. Esa maravillosa melodía nos hipnotiza y nos calma, nos apacigua y nos hace rememorar momentos felices e imaginar sueños venideros. Y ese canto, tan hermoso como inentendible, fue el que yo escuché proveniente del río místico mientras divagaba, apoyado en el gélido metal de la barandilla de aquel oxidado puente de hierro, a altas horas de una noche neblinosa.

Era una noche más, una de tantas, y de hecho, al fin y al cabo, únicamente fue eso, una noche más, o mejor dicho, otra noche más. Recuerdo que era tarde, muy tarde, y el puente, anciano y vetusto, grisáceo y ferroso, se presentaba desierto ante mis ojos, casi parecía descansar y recuperar fuerzas para el día siguiente, como hacemos la mayoría de las personas... Aquella noche yo no había cenado. En lugar de eso, había preferido pasear y mis erráticos andares me habían llevado hasta la orilla del río, donde me decidí a cruzar el tembloroso puente, rodeado por una humedad que invadía mis huesos y me ahogaba los pulmones. Necesitaba pensar aunque recuerdo que no pensé en nada concreto, era uno de esos momentos de silencio: sin ruido, sin gente, en un mundo despoblado en el que yo simulaba ser el último morador, clásico protagonista de tantas historias apocalípticas.

En mitad de mi travesía para atravesar el puente, me detuve y miré hacia atrás. La niebla, densa y pétrea como una roca, me impidió otear el principio de la edificación y la carretera que, más allá, llevaba hasta el pueblo. Volví la vista al frente y tampoco pude discernir el final de la construcción, el puente parecía haber crecido en sus dimensiones; sin duda, era un efecto óptico producido a causa de la niebla que, como una serpiente, me rodeaba  y oprimía mi campo visual cada vez más y más. Llegué al que debía de ser el punto intermedio del trayecto, cosa que deduje porque encontré un pequeño candil amarillento que alumbraba una ínfima parte de la estructura. La lucecita me hizo pensar en la luna, que no podía verla. Según recordaba haber observado en el calendario, aquella noche había luna nueva. Casi al mismo tiempo sonreí al caer en la cuenta de que aquella acosadora niebla no me hubiese dejado ver ni una redondeada luna llena.

Me pesaban las piernas y decidí hacer un alto en el camino, debía de llevar más de dos horas vagando de un sitio a otro. De modo que me acodé en la barandilla y encendí un cigarrillo con delectación, dejando el candil a un par de metros a mi espalda. Tenía la mirada perdida y empezaban a entumecérseme las manos por el frío y la humedad cuando oí por primera vez el canto del río. Más que oír o escuchar, debería puntualizar que caí en la cuenta del sonido que producía el agua, porque ésta llevaba un rato zumbando en mis oídos. Miré hacia abajo, hacia el ojo central de los tres que tenía el puente y escuché con atención el resbalar de la corriente hacia el mar; y señalo que lo escuché porque sabía que el agua estaba debajo de mí, corriendo libre, pero en ningún momento pude verla, ya que la niebla era incluso más poderosa bajo el metal de la construcción.

En esa zona la niebla era de un color gris que quería llegar a ser blanco pero que la noche no se lo permitía y, aunque estaba únicamente a unos cuatro metros del agua, calculé yo, no fui capaz de divisarla. Algo mágico, irreal... Y la melodía de su bullicioso discurrir era cadenciosa, pausada, y a la vez combinaba vitalismo y candor; y no pude dejar de captar en todo momento un tono o matiz de seducción, de súplica, de atracción y casi de insegura tentación. Aquellas aguas querían hablarme, hipnotizarme y llevarme con ellas; no sé a dónde, supongo que abajo, muy abajo, por lugares que sólo ellas conocen y que desvelan a muy pocos; tal vez sólo a los que pasean en noche inseguras y se pierden dentro de la niebla, olvidando hasta cómo se llaman; esas aguas revelan secretos…

Un reflejo me sacó de mi ensoñación, de la visión inconsciente, me arrancó de los lugares por donde había imaginado que podría discurrir el místico curso de aquel río nocturno. Fue un reflejo el que llamó mi atención; sí, un rápido parpadeo en la luz que me alumbraba desde detrás y la silueta huidiza de alguien que pasó rozándome los vaqueros, la chaqueta y desplazando, con un leve soplo ventoso, mi mal anudada bufanda. Me estremecí con sorpresa y las últimas caladas del cigarrillo se perdieron con la caída de este al firme del puente. Lo pisé más por instinto que por convicción y me giré para averiguar la naturaleza de mi acompañante, la figura que me había sorprendido por la retaguardia.

Mis primeros pensamientos, que giraban en torno a la efigie de un atracador pendenciero y astuto, desaparecieron inmediatamente ya que, un segundo después de recorrer con la vista muy fija (los ojos azules, casi bizcos) el círculo neblinoso cada vez peor alumbrado, observé que mi inesperado acompañante era una chica y, por lo que pude intuir, era una chica joven y atractiva. Lo que más me impresionó no fue su apariencia sino su comportamiento; parecía ignorarme, se comportaba como si estuviese ida y no daba la sensación de que se percatase de mi presencia o quizá la pasaba por alto, por ser yo un complemento fastidioso y desdeñable. El caso es que ella estaba de pie a mi izquierda, inmóvil salvo por las piernas, que le temblaban ligeramente, seguramente por el frío; y miraba al vacío, algo que deduje porque sólo podíamos ver el telón de niebla que teníamos enfrente, junto a la barandilla; pero a diferencia de mí, eso sí, ella no estaba apoyada sobre los antebrazos. Se mantenía erguida y eso me permitió, por qué no decirlo, pasmada como estaba, analizarla detenidamente mientras ella veía algo que yo no lograba ver y me ignoraba de una manera que casi me llegó a resultar molesta.

Sí, la recuerdo bien: delgada y elegante, quizá con una constitución que proyectaba un halo de desafío; vestida con un traje de flecos sobre el que portaba una cazadora blanca de corte bastante masculino, que no parecía pegar con el resto de su indumentaria: medias negras y zapatos de tacón de igual color.

Al principio, supuse que ella se había perdido o que, tal vez, había huido de una fiesta debido a una repentina pelea con su novio o acompañante que, azorado, le habría dejado la cazadora antes de haberse separado; incluso llegué a plantearme como hipótesis nada descartable que ella estuviera borracha como una cuba y el mareo y la embriaguez la hubiesen conducido hasta aquel puente en el que yo me encontraba. Pero algo no cuadraba, en el fondo ella parecía estar muy serena, transmitía la sensación de que su actitud tenía un propósito claro y, además, ella conocía tal fin o meta, un misterio que hacía que le fuese imposible distraerse a causa de mi silenciosa presencia. De repente, se giró y pude ver su cara de frente, antes únicamente me había mostrado el perfil derecho, y contemplé impresionado sus enormes ojos azules, de un azul tan intenso como el del agua, como el del río que corre libremente hacia la desembocadura, y eso me hizo recordar el canto, la melodía que subía desde debajo del puente, ese arrullo que aún persistía pese a mi nuevo foco de atención.

Esos ojos tenían vida propia, eran cautivadores y no me parecieron humanos, eran tan fascinantes que ni siquiera sé describir con exactitud su brillo; y en aquella cara, con rasgos propios de una escultura antigua, eran la joya de la corona, el cénit de la perfección, y me sentí profundamente intimidado cuando me radiografiaron. Cierto es que su examen visual duró un instante, pero creo que ese segundo se me prolongó durante toda una vida. Ella enseguida apartó la vista de mí, aquel inesperado estorbo, y contemplé cómo se descalzaba a la vez que el rumor del río subía ligeramente de tono. Yo empezaba a no dar crédito a toda aquella situación y la sensación de que la niebla se cerraba sobre nosotros y la luz del candil poco a poco se extinguía no me ayudó a recuperar el sentido común, tampoco la calma.

Ella, sin avisos ni molestos preámbulos, se subió descalza a la barandilla metálica del puente al tiempo que su melena, hasta ese momento no me di cuenta de lo larga y oscura que era, voló movida por una inesperada ráfaga de viento que susurró algo que no entendí. El rumor del agua incrementó otro grado y ella comenzó a andar con pequeños pasos, pulgada a pulgada, sobre la delgada superficie que le servía de apoyo. Tenía los ojos muy abiertos y los brazos separados, como los colocaría un equilibrista, y la lengua le asomaba un ápice entre los labios, en clara señal de concentración.  Caminaba hacia mí lentamente pero no por ningún motivo concreto que estuviese relacionado con mi persona, simplemente yo estaba, de nuevo acodado, justo en medio de su trayectoria.

Decidí hablarle y el río subió el volumen de su canto; qué nos quería decir, qué mensaje pretendía transmitirnos. Probé con unas palabras amables, algo preocupadas pero que tampoco sonasen muy exhortatorias: “Eso es… Peligroso, ¿sabes?”. Le guiñé un ojo en gesto cómplice pero ella no se inmutó, seguía avanzando con tranquilidad y envidiable equilibrio, y parecía no haberme escuchado. Ya había perdido la esperanza de obtener respuesta alguna por su parte cuando pronunció, sin dirigirse directamente a mí y en un tono muy bajo, casi inaudible entre el rumor de la canción procedente del agua: “Sólo es un juego”. No pude escuchar su voz con total claridad, pero su timbre me sonó tan melódico como el del río: perfecto, atrayente y magnético. Pensé decir algo más pero no encontré palabras en el fondo de mi garganta y comprendí que hay cosas que son siempre inexpresables a viva voz.

Ella dio un paso más y la niebla nos encerró otro palmo. Ocurrió de igual forma en sus dos desplazamientos siguientes y estaba seguro que iba a suceder de nuevo en el tercero hasta que el canto del río se volvió inesperadamente atronador. Subió sus decibelios hasta un nivel máximo y me sobresalté aterrorizado, aunque ella corrió peor suerte ya que el estruendo de las aguas la sorprendió con una pierna en el aire y eso la hizo tambalearse, mecerse inquieta y mirar hacia atrás y hacia abajo, hacia las aguas que la niebla no dejaba ver pero que estaban bajo el puente, debajo de nosotros. El giro del cuello resultó fatal y ella resbaló grácilmente, cayó y su cuerpo desapareció de la baranda, y se sumergió en la niebla.

El río silenció su hipnótico ulular cuando me asomé para comprobar si todavía era capaz de verla. El muro gris de vapor me resultó infranqueable. Pero aun así, debía haberla oído dar contra el agua, impactar contra la superficie; sin embargo, mis oídos no habían percibido nada pese al repentino silencio de las aguas y a mi agudizada atención. Noté que la niebla cedía levemente y se separaba de mi observatorio junto al candil. Pasé un par de minutos inmóvil, con la sensación de culpa debido a que no había intentado agarrarla, no la había hecho bajarse de un sitio tan peligroso; en definitiva, no había movido un dedo por librarla de su caída, aunque… ¿Había caído? ¿Cómo es que entonces yo no había escuchado nada desde el puente?


En medio de mis cavilaciones, el río me sobresaltó de nuevo con su canto; volvía a entonar las notas que me habían cautivado. Y, entonces, yo me volví a preguntar acerca de aquel mensaje que el agua intenta comunicarnos. Pero tenía demasiado frío en las manos, ya casi no las sentía, y decidí volver a casa. De modo que encendí otro cigarro y empecé a pasear por la segunda mitad del puente, alejándome de la luz y sin saber a ciencia cierta si acaso tendría final aquella construcción desierta de la que no lograba ver más allá. Caminé meditabundo entre la niebla con la duda de si lograría cruzar al otro lado. Me marché de allí dejando atrás la fría y oxidada barandilla del puente, borrando de mi mente la amarillenta luz del candil, olvidando a la chica del vestido de flecos y los ojos azules; me fui de aquel lugar pero el agua me acompañó, su canto me siguió, se vino conmigo de igual forma que mi alargada sombra, otra noche más.