sábado, 28 de septiembre de 2013

'Mis páginas del ayer'


“Si nadie lo detiene, si no son asidas las invisibles riendas, el caballo salvaje correrá más allá del horizonte, galopará en pos de su muerte”. Cerró el libro y lo lanzó lejos de él. Tres horas de lectura revoloteaban alrededor de su cabeza. Infinitas palabras danzaban frente a sus ojos de forma espasmódica, tangencial e irreal. Sin embargo, dentro del cráneo, el núcleo de sus cavilaciones permanecía intacto, un foco de atención centrado desde hacía días, un propósito que no se había dejado seducir por las insinuaciones y las proposiciones inciertas de la literatura. Únicamente el caballo había cruzado el rubicón del atormentado Roberto Alias, pero la derrota del aquel corcel hecho de papel era inevitable, ya que se enfrentaba a hordas de preocupaciones sentimentales y malos augurios amorosos, insuflados por una mente terriblemente atribulada, transmutada en la figura de un barco que amenazaba con hundirse en el viaje a una desgracia segura.

El portátil encendido sobre la mesa, la laminosa pantalla desplegada entre una aglomeración de libros y papeles, resulta una irresistible tentación siempre. Y así fue también esa vez. Si ‘tuiteo’ la frase, tal vez salga de mí, quizá me abandone para no volver; todo lo que aparece en Twitter está condenado al olvido y a la inexistencia más absoluta de una vigencia caducada apenas hecha pública la reflexión o la cita, o la inquietud. De esta forma podré deshacerme de ella, podré liberarme. El caballo vagó por los derroteros de las redes sociales y, como un enlace lleva a otro y a menudo se vuelve difícil retornar a la vida real y deshabitar el ciberespacio, Roberto entró en su cuenta de Facebook en lugar de apagar el ordenador, todo habría sido tan distinto…

Su expectación y también su miedo cristalizaron en la gota de denso sudor que cruzó de arriba abajo la lente izquierda de sus gafas de ver. Varias notificaciones y nada más, simples cortinas de humo con las que ya se encontraba acostumbrado a bregar. No debería… Estoy mejor así, sin saber, feliz ignorante. Un rápido movimiento del ratón desplegó el menú de los mensajes, ninguno nuevo. Ya lo suponía. Notó que la sangre le hervía y al mismo tiempo se le congelaba, una extraña contradicción. Llevaba días esperando una respuesta escrita que empezaba a pensar, para su horror, que a lo mejor nunca llegaría. No puede terminar de esta manera. No tiene sentido y, por tanto, no es verosímil, ni siquiera posible o viable. Mas, no obstante, así parecía ser. Ella se había hartado de él y había optado por privarle de sus atenciones. ¡Roberto, hasta nunca!

Roberto Alias se incorporó y anduvo frenético por la estancia como un león enjaulado. El recorrido, al principio errático, de sus pisadas coaguló en un vagabundear definido y preciso, una ruta breve pero intrincada entre el mobiliario. Cómo era aquel cuento… A los pocos minutos el suelo insinuaba una trazada limpia cada vez más visible, la senda de un infinito peregrinaje. Sí, sí, lo recuerdo, pero qué título tenía. Una magnífica idea… Eso es lo que necesito. Esa es la solución a este dolor. Si Roberto hubiese seguido caminando dentro de su cuarto, pronto habría empezado a erosionarse el piso y sus pies quizás habrían ido a dar al techo del vecino de abajo. Nada de esto llegó a producirse porque se contuvo y las numerosas fotos de las paredes fueron testigos mudos de ello. Volvió al ordenador y tecleó con presteza. Y leyó, leyó como si le fuese la vida en ello. Leyó a pesar de lo ilógico de la narración, de lo fantasioso de la historia. Pero Roberto leyó y también creyó, y ya nada fue igual para él. No existía punto de retorno. Me he decidido.

La solución al misterio estribaba por volver atrás, retroceder en el tiempo. Todo había empezado mal. Palabras desacertadas habían escapado de su boca. Ahora veía y entendía con precisión quirúrgica cada uno de sus errores, tan numerosos y estúpidos, por otra parte. No debí haberle dicho aquello, tampoco eso otro. Oportunidad quemada, ocasión desperdiciada. Si aquel primer día hubiese sabido, si hubiese sido capaz de intuir el porvenir… Pero no fue capaz. Un final frío, carente de discusión. Ojalá, al menos, ella me odiase. He de canjearme una segunda oportunidad, un billete hacia la redención.

Y el pasaporte a un nuevo comienzo pasaba por la solícita y sugerente ventana abierta del navegador. La eternidad, a un botón de distancia. Instrucciones precisas para atrapar una quimera. Roberto se quitó las gafas y se rascó el pelo rizado y desordenado, sin peinar o, sin duda más apropiado, mal peinado. Sus manos tantearon la oquedad bajo la cama y sólo regresaron a la visibilidad cuando hubieron agarrado un par de gastadas zapatillas de deporte. Al atárselas y pisar con fuerza para comprobar que estaban bien sujetas a los tobillos, una leve y vetusta polvareda irradió de las suelas. Se cambió de camiseta y dejó el cuarto tal cual. Ese hombre delgado, algo enfermizo, que te mira desde el espejo eres tú. No lo olvides. No lo olvidaré.

Roberto se olvidó de sí mismo en cuanto echó a correr calle abajo. Habitualmente, realizaba el mismo recorrido: atravesaba las estrechas bocacalles colindantes con su casa y desembocaba en el paseo marítimo, que seguía, dibujando por toda la bahía una trayectoria en forma de gran letra ‘C’ invertida, hasta el puerto de la ciudad, situado al Oeste. En aproximadamente media hora solía llegar al final de su trayecto y, entonces, sólo entonces (nunca antes), emprendía el camino de vuelta, mucho más duro y exigente debido al incipiente y fatigante cansancio. Aquella mañana, que de por sí ya era calurosa, preludiaba una ardiente jornada. Roberto, para no terminar emprendiendo el camino de costumbre, hubo de luchar contra sus hábitos adquiridos a base de férrea constancia. Voy hacia el Oeste, pero más allá del Oeste; una carrera hasta el ayer, una huida del hoy…

A base de fuerza de voluntad, se internó en la playa, dejando el paseo marítimo a su derecha, y corrió durante varios kilómetros sobre un sendero de arena que cruzaba el litoral, paralelo a la orilla. En algunas zonas, el camino distaba cincuenta o, tal vez, cien metros del agua y, en otros enclaves, la imponente proximidad de las olas rompientes le lanzaba pequeñas y húmedas gotas en la cara y empañaba sus entornados párpados y ojos. No era la primera vez que corría por la playa, aunque no le hacía especial gracia el velo arenoso que invadía su garganta con cada trote sobre el firme. Sin embargo, nunca había arrancado con esa vertiginosa velocidad, con ese ritmo infernal desde el principio. Hay que apresurarse. Corre, corre. Roberto se preciaba de dosificarse con maestría, medía sus esfuerzos y nunca se desfondaba. Empleaba los primeros minutos de tanteo, con el propósito de desentumecer el cuerpo, antes de subir la intensidad del ejercicio. Corre. Pero no hubo calentamiento esa mañana. Corría por su vida, volcado en un interminable sprint. Pronto llegarás… ¡Corre!

Enseguida el sudor le empapó la camiseta. Y no tardó mucho más rato en comenzar a boquear. El aire no le oxigenaba. No llegaba fresco a sus pulmones, sino que asemejaba estar compuesto de fuego, de pequeñas partículas candentes que le abrasaban por dentro. Aun así, no se detuvo, tampoco frenó. Corre. Siguió adelante y, lo que es más (si cabe), incrementó la frecuencia de sus zancadas.

Antes de llegar al puerto, su punto común de retorno, ya se había tropezado tres veces y en una de ellas a punto estuvo de caer de bruces sobre la lacerante arena. Salvó el golpe con un instintivo movimiento de brazos que le permitió recuperar el equilibrio. Cada metro recorrido aumentaba su sufrimiento. Notó que su cabeza no regía con claridad. Corre. No se preocupó demasiado por esta dolencia a causa de que el estómago, otro frente de malestar físico, amenazaba con abrirse paso a través de su boca. El cuerpo de Roberto Alias se encontraba cerca del colapso y él siguió impávido, espoleado por haber alcanzado el puerto. Corre. Serpenteó entre los muelles de carga mientras veía cómo los colores de los buques de carga, blancos y amarillos, azules y rojos, un caleidoscopio portuario, levitaban a su alrededor de manera imprecisa, moviéndose dentro de una quieta inmensidad, balanceados por una infinitesimal corriente marina. Nada de todo lo anterior llegó a distraer a Roberto, ni tan siquiera un ápice de su mermada atención reparó en el decorado que cruzaba en su endiablada carrera al Oeste, al ayer. Sólo se puede volver atrás, corriendo hacia el ayer, ganando tiempo al tiempo. No ha de quedar tanto…

Pronto se vio enfrascado en sortear los escollos y baches de una playa que no conocía, un territorio indómito que sus zapatillas de deporte horadaban por primera vez. El calor latía sobre su nuca y hombros, y emanaba a su vez del interior de su pecho, un corazón estresado, el ritmo cardíaco por encima de las posibilidades físicas y el entrenamiento ensayado. Roberto oía su entrecortada respiración y el martilleo procedente de sus entrañas. Corre, corre, corre… Y no vaciló. No era factible, pero sintió cómo su velocidad se volvía superior. Y cayó, cayó estrepitosamente después de haber pisado en falso un montículo de arena. Corre. Su cara aterrizó contra la blanda y rasposa playa. Le había cogido tan de improviso que no había tenido tiempo de apoyar las manos. Has de levantarte y seguir. No te retrases. Alguien se acercó a preguntarle qué tal se encontraba. Roberto Alias no le oyó. Acababa de divisar la casa de ella, la que había conocido y también había olvidado. Estoy llegando…

Creada al albur de un desértico espejismo, a escasos kilómetros, uno o dos, no más de tres, la playa se desdoblaba en pliegues irreales y cedía su espacio a la noche y, dentro de su negrura, brillaba una lejana calle rematada por un bloque de pisos blancos como el mármol. Roberto reinició su galopada, pero enseguida volvió a caer. Sus pies palpaban un suelo, por momentos, inexistente. Se incorporó de nuevo. Unos pasos después pensó que iba a desplomarse irremisiblemente. No sucedió. Corre, corre. No aterrizó contra el suelo, pero sí se arqueó y su cabeza se quejó. Punzadas de dolor astillaban su agotado cuerpo. Astillas en el cerebro. Se obligó a recordar las palabras adecuadas, las que tenía que decirle a ella en el ayer, para exorcizar el fantasma del presente… Había viajado hasta allí para susurrarle un infalible conjuro.

La sexta vez que Roberto se desplomó sobre la arena, excesivas e irregulares contracciones cardíacas y vista perdida, casi ciega, ya no fue capaz de levantarse. De modo que se arrastró, reptó hasta el final de la playa y, en lo que va de un metro a otro, pasó a hallarse en mitad de una calle nocturna. Vociferaron a su espalda. Roberto no se volvió. Corre, corre... Unas inacabables escaleras le guiaron hasta una fornida puerta de madera. Tocó el timbre y se alisó los cabellos… El dolor había desaparecido. Su ropa para hacer deporte había sido sustituida por una camisa azul y pantalones vaqueros, y zapatos. Las reinstauradas gafas le conferían a su visión la necesaria exactitud de contornos y relieves. Ella abrió la puerta y le sonrió. “He venido a arreglar lo que algún día se estropeará”, anunció Roberto Alias. “¿Y por qué has tardado tanto?”, respondió la dulce y levemente grave voz de ella. Ambos se miraron, en silencio. Roberto no podía creer que la tuviese enfrente, que pudiese ver su ondulada melena larga y oscura, sus ojos grandes, sus facciones alegres… Y algo contrarió su gesto, un mohín de incomodidad se instaló bajo el flequillo: “¿Has oído?” Y añadió, en tono quedo, un susurro apenas audible para él: “Varias personas gritan desde la calle o, a lo mejor, desde más lejos: piden una ambulancia… Alguien debe de estar muy enfermo”. Roberto aguzó el oído y voces de alarma procedentes de otro mundo taladraron su cráneo: “Ha caído y no respira, ¡rápido!”. “Pues yo no oigo nada”, mintió y parpadeó al mismo tiempo. Se abrazaron bajo el marco de la puerta, se besaron y ella le invitó a entrar en casa. Roberto cruzó el umbral sin echar la vista atrás. Exiliado del hoy, convertido en suplantador de su yo pretérito, se sentía preparado para reescribir, borrando las huellas trazadas en el sendero del tiempo, sus páginas del ayer.