miércoles, 25 de septiembre de 2013

'La amarillenta hoja de papel'


Entre sorbos pequeños y tragos largos a mi taza de café pude ver, casi sin querer, distraído, cómo a la chica sentada un par de mesas más allá de la mía, mientras recogía los muchos papeles que había consultado sin descanso durante cerca de media hora, se le caía la hoja amarillenta que con tanto ahínco había observado y que en ese momento guardaba, o mejor dicho intentaba guardar (ya que no lo logró), junto a las otras en un amplio bolso, me atrevería a decir amplísimo, de color tostado que sostenía entre sus brazos. El grácil fragmento de celulosa descendió pausadamente y tras dos piruetas invisibles que sólo yo contemplé fue a parar contra el frío suelo que, además, estaba húmedo debido a la proximidad del mar. Ella no reparó en su pérdida y, por tanto, no se agachó para recuperar su lámina, algo que me habría permitido admirar la ondulación de su sedosa y larga melena oscura. En lugar de eso, aquella joven siguió a lo suyo y, tras introducir todos y cada uno de aquellos papeles en su bolso (faltaba el extraviado aunque ella aún no lo sabía), sacó un par de monedas del bolsillo y se dirigió hacia al camarero, que descansaba junto a la puerta de pie, la espalda apoyada en la fachada de la cafetería, con la intención a abonar su frugal consumición: un zumo y lo que desde la distancia me pareció un sándwich vegetal. 

Quizá todavía era pronto para su hora de la cena y únicamente se había detenido en aquel establecimiento costero para hacer tiempo antes de que se hiciese noche cerrada, sin luna, y tuviese que volver a casa. El caso es que ya había pagado y dejado la correspondiente propina cuando yo conseguí reaccionar de mi momentáneo aturdimiento y decidí avisarla de su olvido, no fuera a ser éste un grave descuido, visto cómo había ojeado y repasado la amarillenta hoja de papel. Con aplomo me incorporé y alcé un brazo en señal de alarma y, como no reparaba en mi acción y seguía andando hacia la salida de la terraza, dándome cada vez más la espalda, grité un “disculpe” y un “oiga”, pero ella no se giró ni se volvió, tal vez no me oyese o puede que, al no conocerme, pensase que las voces iban dirigidas a otra persona. Descorazonado la vi difuminarse calle abajo, iluminada por la luz de las farolas que empezaban a cobrar vida. A los pocos segundos desapareció de mi campo de visión. 

Me sentí algo molesto conmigo mismo y me reprendí por no haber hecho más, por no haber corrido tras ella con el papel en la mano, como sucede en las películas. Pero enseguida me dejé caer de nuevo en la butaca de mimbre y mi mente volvió a chapotear, como me había ocurrido antes, en vaporosos pensamientos, sólo que esta vez las ideas que rondaban mi cabeza estaban relacionadas con aquella guapa joven que tan meticulosa se había mostrado con sus folios y que, pese a ello, no había evitado perder uno, puede que el más valioso de todos. Quién sabe. Acompañaba mis cavilaciones con largos sorbos a mi por instantes menguante taza de café, al tiempo que clavaba la vista, los ojos claros, en el trozo de celulosa que seguía sobre el suelo, que yacía boca arriba como un soldado en el campo de batalla, con gotas de acuosa humedad en vez de roja sangre. 

¿Qué pondría en la amarillenta hoja? ¿Estaría garabateada de apuntes? Ella era joven pero no lo parecía tanto como para seguir en la universidad. ¿Sería entonces algún folio vinculado con su trabajo? Imposible saberlo, a lo mejor era parte de un importante informe que debía entregar a la mañana siguiente y por eso la repasaba con tanto esmero aquella tarde que se ponía y en la que los dos coincidimos en la misma cafetería. Podría ser; sin embargo, esta última hipótesis no me resultaba del todo factible debido a que el papel mostraba una tonalidad macilenta, parecía muy viejo, o al menos daba la impresión de que el paso del inevitable tiempo había causado desperfectos en su superficie, los achaques previos a una futura descomposición... Esta inminente descomposición de la hoja me hizo pensar, entre trago y trago, en una carta de amor, de un amor antiguo, quizás el primero y que aún persistía o que ya se había marchitado pero permanecía de alguna forma presente en su mente, en su vida; un testimonio en forma de papel que le recordaba que aquella historia fue real y no inventada, y que el olvido nunca podría borrarla. Aunque, claro, no se me antojaba normal que ella guardase ese papel, que debía de ser tan importante, con el resto de hojas del día a día. Algo tan especial para ella no lo llevaría como el que carga con la lista de la compra. 

A lo mejor, elucubré mientras daba el último sorbo a una taza de café ya fría, era el legajo de un testamento o tal vez un escrito o carta procedente de un miembro de su familia (padre o abuelo, madre o abuela, un hermano o hermana...), en el que dicho pariente le contaba un secreto familiar o le revelaba una queja sólo hecha pública tras una sobrevenida muerte; o a través de esta carta el emisor le deseaba buena suerte y le hacía saber lo mucho que la quería…

Definitivamente, era imposible saber qué ponía en aquel fragmento de celulosa que dormitaba en el suelo a pocos metros de mis pies. Únicamente saldría de dudas si me levantaba y lo asía con la mano y después, con la luz apropiada porque nunca es fácil leer la letra de otra persona, posaba la vista en cada uno de sus contornos para saber y así conocer y, al fin y al cabo, salir de dudas y descubrir si había acertado o, lo más probable, me había equivocado en mis suposiciones. Pero esa idea la descarté al momento, ya que yo no tenía derecho a intervenir, no merecía saber lo que en aquella hoja sea que pusiese, no fuera a ser algo que me afectase de una improbable forma o me volviese cómplice de cualquier avatar que a mí no me había tocado vivir. Pusiese lo que pusiese no sabía el nombre de ella ni donde vivía, por lo que no podría devolvérsela o informarle de su descuido. 

Cuando ella se marchó, no evité su pérdida. Ahora, en cambio, era mi oportunidad de enmendar el error. Ya no podía volver a meter aquel folio carcomido en el tostado bolso, pero sí estaba en mi mano impedir que cualquier otro leyese aquellas líneas. De modo que me levanté y me acerqué al camarero, que seguía donde mismo, en idéntica e indolente pose, para pagar mi solitario café. A medio camino me detuve y, tras agacharme, agarré el papel, su tacto era graso, lo troceé en mil pedazos y lo arrojé a la planta más cercana antes de irme a casa. Desde aquella tarde voy mucho más a esa cafetería y he de confesar que lo hago con la intención de encontrarme de nuevo con ella y que tomemos algo juntos. Tal vez, cuando brindemos, si es que esto llega a producirse, me atreva a confesarle que yo sé dónde perdió la hoja que tanto buscó aquella noche y que yo guardé un secreto que jamás llegaré a conocer.