martes, 10 de septiembre de 2013

El lado malo


A pesar de no tener trabajo al que acudir, era un hombre que se levantaba exageradamente temprano cada mañana. A diario amanecía muy pronto para él y lo primero que hacía siempre, sin excepción, era prepararse una taza de café. Le gustaba el café sólo, de un negro muy negro, bien cargado e hirviendo. Una vez servido en una taza blanca, abandonaba la cocina y se instalaba en una mullida y gastada poltrona de la terraza, desde la que contemplaba el mar y saboreaba su codiciado café. Este pequeño placer cotidiano se había vuelto el centro de su existencia y solía recrearse en él durante un prolongado rato, generalmente hasta que el sol comenzaba a refulgir, ya alto, y los destellos dorados sobre el mar dejaban paso al verde opaco y oleaginoso, color característico del agua a media mañana y ya para toda la jornada. El resto de la vida de este hombre… Sinceramente, carece de relevancia o, al menos, yo no se la otorgo. Como, de igual modo, estimo innecesario especificar la identidad de este particular sujeto (a fin de preservar su intimidad) y la relación que conmigo guarda. 

El caso es que hace unos meses le vi y me dijo algo que me dejó verdaderamente preocupado. Él se encontraba sentado en una cafetería cercana a mi domicilio y yo caminaba con el perro, creo recordar (perdónenme si no soy fiel en los más ínfimos detalles) que me disponía a comprar el periódico en un quiosco cercano. Él me paró y me invitó a que le hiciese compañía, y, después de unas cuantas banalidades, me hizo saber que la víspera había visitado a su médico y éste, bata y barba blancas, ojos grandes tras inmensas gafas de concha que todo parecían llegar a ver (empleó estas exactas palabras), le comunicó que se hallaba gravemente enfermo y que debía cesar por completo toda ingesta de cafeína o moriría a no mucho tardar. Me reí, quizá desconsideradamente puedo pensar ahora. Su rostro era duro y frío como una roca; no bromeaba, así que me disculpé por mi hilaridad. Entonces, prosiguió él su relato y me habló de una extraña enfermedad de la que nunca había oído hablar, parece ser que internet tampoco sabe nada acerca de ella, causada por una intoxicación granular basada en la incompatibilidad del café y el sistema parasimpático. No mentiré. No entendí nada de aquello que me fue contado, ni tampoco lo consideré cierto en el primer momento, dicho sea de paso; pero a este hombre se le veía, y también se le sentía o adivinaba, profunda e interiormente convencido de la certeza de sus afirmaciones. De hecho, él bebía (a pequeños sorbos, mientras hablaba), un triste vaso de agua que, además, parecía estar templada; vaya, yo no vi ningún cubito de hielo en su vidrioso vaso ni asomo de condensación. 

Le pregunté, por tanto, qué pensaba hacer al respecto y él me respondió que iba a cambiar, que a partir de ese preciso instante iba a ser otro, iba a abandonar su preciada taza de café matinal o matutino porque quería vivir o, mejor dicho, quería seguir viviendo. Yo le di ánimos, pero albergué ciertas dudas internas. Soy de esa clase de individuos que piensa que nadie llega a cambiar del todo y que, por consiguiente, resulta inviable desechar los hábitos y manías, y también vicios, que nos dañan y esclavizan. Pese a mi obstinado razonamiento, nada a él le comenté. Únicamente, me despedí y quedé en llamarle, a su vez le di las gracias por el cortado con leche que yo sí me había tomado y proseguí mi recorrido. A mí perro, al igual que le ocurre a las personas, no le gusta pararse ni alterar su rutina de cada mañana. 

Han pasado varios meses desde nuestro encuentro en la cafetería del barrio y, por supuesto, no le he llamado. Es más, me llegué a olvidar de este extraño hombre y su curioso relato. Lo olvidé por completo hasta hace dos semanas, cuando una noche de miércoles recibí una llamada de teléfono de un amigo y, entre un tema y otro (hacía tiempo que no sabíamos nada el uno del otro, por lo que nos estábamos poniendo al día), salió a colación el nombre de nuestro común conocido adicto al café que ahora lo tenía prohibido y, como empecé a sentirme curioso, le insistí a mi amigo para que me contase lo que supiese. Y, vaya, sabía más, mucho más. Me contó una historia que a él le fue también contada por el protagonista de la misma. Sólo que a mi amigo no le fue revelada en un cafetería, como me ocurrió a mí, sino en un pasillo del supermercado. Entre los frutos secos y las botellas de vino se cruzaron y reconocieron y, sin previo aviso, apenas hubo tiempo esta vez para trivialidades, nuestro común conocido le narró a mi sorprendido camarada la historia que a continuación reproduzco sin saber a ciencia cierta su veracidad, aunque tampoco tengo motivos para albergar dudas sobre la misma, ya que considero que ninguno de sus dos emisores, tanto el protagonista como mi amigo, que luego me la refirió a mí, ganan nada mintiéndome. Claro que tampoco pierden nada, según se mire. 

La historia en cuestión versa sobre un hombre que se ha propuesto cambiar, se ha juramentado a conciencia y, a causa de ello, va a prescindir de su reconocido como mejor momento del día: el café de la mañana. De modo que, según parece todo empezó la jornada siguiente a mi charla con él en la cafetería, cuando pasé delante de él mientras paseaba al perro y me dirigía hacia el quiosco; este hombre se levanta y, sin prepararse taza de café alguna, se sienta en su gastada poltrona de la terraza y mira hacia el mar. Deja vagar sus ojos por la inmensidad azul que flota ante su cabeza y muy pronto se aburre. Se aburre, pero no se adormece como podría parecer lógico a primeras horas de la mañana, que no suele costar mucho recuperar el sueño cuando todavía impera la oscuridad y los pensamientos no son del todo diáfanos… Le cuenta a mi amigo que entonces empieza a notar un leve temblor en su mano derecha, y eso que es zurdo (le aclara), y eso le asusta y mucho. Al rato, no sólo le tamborilea la mano, también siente como si le asiesen el pecho dos robustos brazos que le abrazan violentamente, que le oprimen, que amenazan con aplastarlo. Convencido de que el remedio va a ser peor que la enfermedad, hace amago de levantarse de la mullida butaca para ir a beberse su anhelado café, pero algo le retiene. A su derecha, en el bloque contiguo, que queda en ángulo recto respecto al suyo, una persiana es subida y dos blancos visillos, descorridos. Vuelve a dejarse caer. La opresión parece empezar a remitir. Su atención está proyectada hacia la figura que detrás de la ventana se afana en recoger la cocina de su casa. No tarda en descubrir, y en esta parte de su discurso mi amigo dice que lo siente nervioso, tenso (creo que hasta me dijo que le percibió excitado), que es una mujer y que ésta es alta y tiene una larga melena morena que le cae sobre los hombros, y, esto se me antoja como fundamental, no lleva puesto nada más que un delantal que hace algo más que intuir su envidiable contorno. Nuestro común conocido entra en trance y olvida su café. Permanece extasiado, la mirada y el juicio plácidamente perdidos, observando como ella trabaja y cocina, y luego también como desayuna. Bastante tiempo después, la persiana vuelve a ser bajada y las cortinas corridas de nuevo, y ya no la puede ver más. Comienza a emerger de su vívida ensoñación y se da cuenta, todo esto se lo explica, según mi amigo, sin dirigirle la mirada, como si a este improvisado charlatán le diese igual su interlocutor, como si sólo necesitase ver un rostro remotamente conocido para sincerarse, para desahogarse… De hecho, mi colega cree que no hablaba con él o para él, lo que él piensa es que todo se lo estaba relatando a una bolsa de nueces peladas, auténtica destinataria de su esquiva mirada. Pero mi amigo tiende a menudo a exagerar y tampoco deben tenerse en cuenta todas sus apreciaciones. En fin, al improvisado voyeur se le había acabado el espectáculo aquella mañana, pero el día se le presentaba estúpidamente maravilloso. El reloj le asegura que ya son más de las once de la mañana. Ya ha pasado su hora del café y prosigue su jornada habitual. Esa noche considera que ha vencido, se repite a sí mismo que ha comenzado su cambio y, según reconoce en el supermercado, queda prendado de la mujer de detrás de la ventana, a la que toma por una enviada del destino para ayudarle a vencer su incipiente y peligrosa enfermedad. A la mañana siguiente se repite el ritual de idéntica forma: la llegada a la mullida poltrona, los temblores y la agitación ansiosa, la casi recaída en la deseada dosis de cafeína, la aparición salvadora de la mujer del bloque de al lado en el último momento, su exiguo delantal y los sugerentes quehaceres matinales hasta bien iniciado el día. 

Me dijo mi amigo por teléfono, el bribón consiguió captar mi interés por completo y esa noche me fui difícil dormir, en mi cabeza todo lo escuchado giraba caóticamente, que el extraño encuentro a distancia entre los vecinos se repitió a diario durante los meses siguientes, o eso le contó a él este hombre en su fugaz pero intensa conversación. Su salud mejoró y el médico le felicitó. Él no confió su secreto al doctor, seguramente le avergonzaba haberse vuelto un vulgar mirón. Pero todo marchaba de maravilla en su nueva vida, la manida rutina diaria se había alterado para siempre. Sin embargo, cuando mi amigo se lo encontró este hombre distaba mucho de mostrar la imagen de un tipo sereno, apacible y sobre todo sano. Más bien todo lo contrario, me enumeró mi amigo numerosos síntomas de los que le hacen a uno preocuparse: temblores, pose encorvada, precario equilibrio y la ya mencionada vista huidiza, entre otros. 

Y es que aquí es donde esta historia da un nuevo giro, algo que, al igual que todo lo anterior, me habría pasado desapercibido, lo habría olvidado enseguida, engullido por la vorágine cotidiana, sino hubiese sido por lo que he visto esta misma mañana con mis propios ojos. Aseguraba antes que hace un par de semanas mi amigo me llamó y me contó la historia que él había escuchado días antes en el supermercado: el relato de esa desintoxicación de la cafetera y la nueva afición de espiar desde la terraza, en lontananza. Si bien, me resta por añadir que cuando mi amigo vio a este peculiar sujeto el extraño y azaroso encantamiento que había propiciado la aparición de la diligente y hermosa mujer había desaparecido de forma súbita, sin explicación, de un día para otro. Una mañana este hombre se levantó y se dispuso a esperar lo cotidiano, llevaba meses asistiendo a la misma representación o involuntaria función, pero nada ocurrió aquella vez. No fue subida la persiana, las cortinas, de detrás, seguramente quedaron sin descorrer, imposible saberlo desde la terraza. No quiso alterarse el hombre que tanto había cambiado y achacó la ausencia del suceso a una excepción, a un cambio esporádico, a cualquier contrariedad, viaje o leve problema médico. Pero hasta él mismo reconoció en el supermercado que el segundo día empezó a preocuparse y el tercero la cosa fue todavía peor. Cuando mi amigo fue oído cómplice de su desventura, este extraño hombre y conocido nuestro ya llevaba una semana sin ver al objeto de su fijación, siete días de ventana cerrada a cal y canto. Y habían vuelto los temblores y, por si fuera poco, ahora tenían una fuerza inusitada. Su forma física había dado un vuelco inesperado, rozando el estado crítico. Su discurso se había vuelto casi incoherente. Era, según mi amigo, como si se disipase, como si su cuerpo hubiese empezado a rebosar sus contornos y su forma se diluyese. “Se está desmoronando, Juan”, esa fue la expresión que mi amigo pronunció al otro lado de la línea de teléfono una noche no muy lejana en el tiempo. 

Cuando se despidieron en el pasillo de los frutos secos y las botellas de vino, mi amigo trató de mostrarse cordial y comprensivo, intentó tranquilizarle. No quedó excesivamente contento con el resultado de su acción, ya que por teléfono sonaba preocupado. Yo al principio también reaccioné airadamente, presa del pánico, al fin y al cabo este hombre es conocido mío desde hace años y, aunque no le llamaré amigo, sí que me duele verle sufrir. Pero una vez más no hice absolutamente nada. De forma más concreta, no he hecho absolutamente nada salvo volver a olvidarlo. Borré el asunto de mi existencia hasta esta mañana en la que, mientras corría por el paseo marítimo (yo también tengo mis taras de salud y mi médico me ha recomendado ejercicio diario; así que salgo a primera hora y me llevo conmigo al perro, que todavía le cuesta acostumbrarse a este nuevo hábito y va jadeando, ansioso de retornar al hogar) algo me ha hecho detenerme frente al bloque de este conocido del que tanto estoy escribiendo esta noche. Y desde allí, desde la pulida carretera peatonal que compone el adamascado paseo marítimo, he mirado hacia su terraza (ya he indicado antes que le conozco desde hace mucho, de modo que sé donde vive) y allí le he visto, no sentado como él me había contado que solía colocarse, así habría sido imposible observarlo desde tan lejos y a una altura tan baja como en la que yo me hallaba, sino de pie, de pie y apoyado contra la baranda, quieto, muy quieto, petrificado. Su cabeza no miraba hacia al mar; en lugar de ello, daba la impresión de estar levemente girada hacia la derecha, su derecha que era mi izquierda. Con un movimiento de cuello he seguido su mirada como si de una línea fosforescente en el aire se tratase y he terminado por fijarme en el bloque de al lado. Para ser exactos, me he descubierto a mí mismo mirando a través de una ventana con la persiana subida y los visillos descorridos. En el interior una figura alta y delgada se movía entre las sombras. Su pelo era largo, estoy casi seguro de tal afirmación. No he podido averiguar qué llevaba o no llevaba puesto. Mi vista no llega a tanto por mucho que use lentillas cada vez que me adentro en las calles de esta ciudad. Aunque es ahora cuando reparo por primera vez en la ropa que ella podía o no llevar puesta. Esta mañana no me ha parecido un dato relevante. La mujer en sí no ha absorbido más de unos segundos de mi atención. Rápidamente, he vuelto a mirar a mi conocido, algo no cuadraba, un elemento extraño atinaba a ver pese a la lejanía. Efectivamente, en su mano derecha, la de los temblores, cargaba una taza blanca que, a cada rato, se llevaba a los labios. Sorbía con delectación. Entonces, ha ladrado el perro y he proseguido mi marcha. Ya he dicho que al pobre animal no le agrada la nueva rutina, él preferiría salir a andar y no a correr, pero creo que odia más si cabe alterar este nuevo y odioso comportamiento al que acabará adaptándose. En cuanto a mí, hoy he vuelto sonriente a casa, convencido de que la gente no cambia, es imposible, nadie puede llegar a cambiar jamás.